Pablo Neruda, a 50 años de su muerte

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El cortejo. Su fallecimiento. Su militancia comunista. El recuerdo del Premio Nobel de Literatura en textos de Hernán Loyola, Pedro de la Hoz y Mario Amorós.

Hernán Loyola. Crítico de Arte. Trabajó en El Siglo en la década de los 60. El cortejo.

Fui una de las ocho personas que con Matilde velamos a Neruda en el salón de La Chascona la noche del 24 al 25 de septiembre de 1973. La casa había sido vandálicamente ultrajada.

No habían robado nada. Hubo solo la voluntad de destruir. Odio. Ventana rotas, un gran reloj de pie destripado, cuadros pasados a cuchillo, tantos objetos y curiosidades por el suelo o botados al canal, no había una taza, un vaso para tomar agua, ni camas, los colchones habían sido vaciados. 

Tampoco había luz, por eso fue un velorio con velas, como un auténtico y pobre velorio del sur. Envueltos en frazadas pasamos aquella fría noche en torno al cadáver de Pablo.

Aparte Matilde, en aquel velorio estuvimos Laurita Reyes, Elena Nascimento, Aída Figueroa, Enriqueta de Quintana, Juanita Flores, una pareja de parientes de Matilde cuyos nombres no recuerdo, y yo. Nadie más. 

A las nueve de la mañana, la tristeza de sacar el cadáver del poeta atravesando el agua que inundaba la entrada y la planta baja. Cuando logramos sacar el ataúd, afuera, en la calle Chucre Manzur, se había reunido un grupo de personas con las que partió el cortejo hacia el cementerio.

Yo quedé rezagado para el cierre de la casa, y en Avenida La Paz me incorporé al cortejo, que había crecido mucho, en un sector de profesores, escritores y artistas varios. Confieso el temor que me invadió al sentir que a mi alrededor la gente iba cantando o entonando “La Internacional”, puño en alto casi todos, incluso algunos que nunca pensaron ser comunistas, escritores o amigos o admiradores de Pablo, o gente simple: tal vez juzgaron que no había otro modo mejor de expresar lo que sentían. A ambos lados del cortejo, hileras de soldados con fusiles o metralletas en ristre.

El gran vozarrón de Francisco Coloane escandía regularmente un “¡Compañero Pablo Neruda!” al que respondíamos “¡Presente, ahora y siempre!”, pero de pronto la invocación cambió a “¡Compañero Víctor Jara!”, y a todos se nos quebró la voz porque era la primera vez que se nombraba a Víctor en público, lo que equivalía a denunciar un asesinato hasta entonces ignorado por los diarios y demás medios de comunicación: “¡Presente, ahora y siempre!”, contestamos lo mejor que pudimos. 

Poco después se produjo un silencio y enseguida, como tomando aliento, el vozarrón de Pancho con todas sus fuerzas y marcando las palabras: “¡Compañero…Salvador… Allende!”.

Ahí nuestra respuesta fue una especie de aullido ronco, quebrado, distorsionado por la emoción y por el terror y también por las ganas de que se oyera en todo el mundo: “¡Presente… ahora y siempre!”. 

Yo iba al borde del cortejo. Cerré los ojos, esperando la ráfaga del soldado a menos de dos metros, nunca como entonces creí llegada mi hora. Por muchísimo menos de lo que acabábamos de hacer había gente asesinada, desaparecida, encarcelada, torturada. Tal vez la presencia de muchos periodistas extranjeros nos salvó. Lo curioso es que ahí se nos pasó el miedo a todos, porque ahí ya no había más que hacer, habíamos pasado el límite, y así, cantando a voz en cuello, todos en lágrimas, entramos al Cementerio General.

Esa fue la última batalla del poeta comunista. Fue la primera manifestación pública contra la dictadura. La única vez que en muchos años se gritó a toda voz, y con soldados en torno, el nombre del presidente Allende. El dictador no se atrevió a disparar contra nosotros: 

el poeta le quebró la mano.

Fue la batalla póstuma de Neruda y, como la legendaria del Cid Campeador, la ganó.

Con Neruda en Isla Negra

Pedro de la Hoz. Periodista. En Isla Negra el mar rompe con fuerza en el acantilado. Mar y viento al borde de un océano nada pacífico, insondable y gris en su porción austral. El mar de Pablo Neruda, cerca de Valparaíso.

No fue allí donde murió 50 años atrás, el 23 de septiembre de 1973, cuando se sumó a la muerte de tantísimos chilenos a raíz de la asonada golpista del día 11 de aquel fatídico mes. De Isla Negra lo habían llevado a la clínica Santa María, de Santiago. Padecía de cáncer prostático e infinita tristeza.

Un muerto más, una piedra menos en el zapato de los generales que bombardearon el palacio de La Moneda, pero piedra al fin, porque ni Chile ni el mundo desconocía la enormidad de una obra poética al servicio de la belleza y de la justicia. A su viuda Matilde Urrutia y a unos cuantos allegados, los militares orientaron que el velatorio debía transcurrir con absoluta discreción, pocas horas en La Chascona, la casa del poeta en la capital, antes requisada y saqueada, a los pies del cerro San Cristóbal, y de ahí al cementerio.

Ni caso. La gente se fue enterando y siguió el trayecto del ataúd gris como pintaba el día. En ventanas y balcones, en la calle, a las puertas del camposanto, venciendo el miedo. Más allá de cualquier filiación política eran militantes de Neruda. Alguien se atrevió a entonar “La Internacional” y el coro creció. Las bayonetas y los bastones enmudecieron. Convenía a los milicos pasar página, algo que no podía ser posible mientras los restos del bardo reposaran en el mausoleo de la familia de la escritora Adriana Dittborn. Convenía que nunca trascendiera el hecho, comprobado medio siglo después mediante una investigación forense de científicos de instituciones de Canadá y Dinamarca, acerca de la presencia de una bacteria mortal, posiblemente inoculada en su organismo, y que nada tenía que ver con la enfermedad de base.

Neruda era demasiado público, demasiado famoso, demasiado simbólico. Por ello, en la más estricta intimidad, casi en un acto clandestino, fue trasladado el 7 de mayo de 1974 a un nicho perdido entre otros nichos del cementerio, hasta que, en 1992, con la restauración democrática, regresó a Isla Negra, donde siempre quiso quedar como semilla.

De aquel paraje costero, a un costado del poblado de El Quisco, Neruda se enamoró a fines de los años 30. Adquirió una casa y la remodeló a su gusto. La nombró Isla Negra por un oscuro peñasco cercano al inmueble. Viajaba por el mundo y siempre regresaba. Hogar y taller de creación. Varios de sus poemas más conocidos los escribió mientras escuchaba la música de la ventisca.

El 2 de abril de 1990 visité Isla Negra. Estaba cerrada la casa, no existía el museo que hoy acoge a los peregrinos que rinden tributo a la memoria del poeta, y apenas era un proyecto la idea de darle definitiva sepultura en sus predios al autor del descomunal Canto general. Sin embargo, nos franquearon la entrada. Todo por Silvio Rodríguez, que el 31 de marzo había estremecido el alma de 80 000 chilenos en el Estadio Nacional.

Yo cubrí el concierto enviado por Granma, y registré la huella del reencuentro del trovador con la patria de Neruda y de Víctor Jara. Fernando Meza, promotor del concierto, llamó la atención mía, y del entrañable amigo y colega Manolito González Bello, compañero de aquella imborrable incursión, acerca de los mascarones de proa que Don Pablo coleccionó y atesoraba en Isla Negra. Cabezas de mujer -y alguna que otra figura masculina, como la que él bautizó como El armador- sobre el tajamar de los galeones para sellar la buenaventura de los navegantes, tan impresionantes o más que los veleros encerrados en botellas expuestas en las estanterías. La medusa quedó para siempre en mi retina.

Para mí tu belleza guarda todo el perfume, / todo el ácido errante, toda su noche oscura. / Y en tu empinado pecho de lámpara o diosa, / torre turgente, inmóvil amor, vive la vida, escribió el poeta.

Doy fe de ello. Neruda vive en Isla Negra, en los versos de amor, en sus andanzas minerales y terrestres, en las aguas y el viento. Está, irremisiblemente, condenado a estar vivo.

Neruda Comunista

Mario Amorós. Periodista y escritor. El domingo 8 de julio de 1945, Pablo Neruda y otras personalidades, como el científico Alejandro Lipschutz, el director de la Orquesta Sinfónica de Santiago, Armando Carvajal, la cantante Blanca Hauser, el poeta Juvencio Valle, la poetisa Olga Acevedo, el escritor Nicomedes Guzmán, el director de teatro Pedro de la Barra y la profesora María Marchant ingresaron en el Partido Comunista de Chile, en un acto celebrado en el Teatro Caupolicán que clausuró la XVI Sesión Plenaria de su Comité Central. En las semanas finales de la Segunda Guerra Mundial en Asia, grandes retratos de Stalin, Churchill y Truman vestían el inmenso recinto de la calle San Diego y al fondo del proscenio había un gran cuadro de Luis Emilio Recabarren con la leyenda: “Por la grandeza de Chile”. En el discurso que pronunció en representación de los nuevos militantes, Neruda exaltó las luchas de sus camaradas en China, en Francia, en Yugoslavia, en Brasil, en Alemania, en Argentina, en España y en la Unión Soviética y recordó que una noche otoñal de 1936, en las primeras semanas de la guerra en Madrid, caminaba con Delia del Carril y se encontraron con una patrulla de milicianos comunistas, que les guiaron con sus linternas para que pudieran continuar el camino. “Desde entonces para mí, en la tempestad del mundo que con aquella oscuridad comenzara en España, he buscado la luz de las patrullas comunistas en toda la vasta tierra. El Partido Comunista es esa luz en las tinieblas, que vigila, que rectifica, que dirige y que combate”.

Fue en España, a donde llegó como cónsul a fines de mayo de 1934, donde asumió su compromiso revolucionario. En junio de 1935, participó en París en el I Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, organizado por los principales intelectuales franceses. Fue su primera aproximación al movimiento comunista internacional. La sublevación militar contra el Gobierno constitucional de la II República Española, el asesinato de su hermano Federico García Lorca y la heroica resistencia del pueblo español contra la embestida fascista señaló al poeta cuál era su trinchera. Su solidaridad con la República Española alcanzó su cima en 1939, con la expedición del “Winnipeg”.

Desde agosto de 1940 a agosto de 1943, se desempeñó como Cónsul General en México. El 23 de noviembre de 1941 EL SIGLO publicó un discurso que pronunció en aquel país con un título sin duda emblemático: “Miro a las puertas de Leningrado como miré a las puertas de Madrid”. El 30 de septiembre de 1942, en un acto de apoyo a la URSS celebrado en el Teatro del Sindicato de Electricistas, leyó por primera vez su “Canto a Stalingrado” y el 29 de enero de 1943, en otro evento similar, su “Nuevo canto de amor a Stalingrado”. En julio de 1949, visitó por primera vez la heroica ciudad a orillas de Volga y allí, en el libro de visitas del Museo de la Defensa, reafirmó: “Nací para cantar a Stalingrado”.

En su discurso en el Teatro Caupolicán el 8 de julio de 1945, mencionó a otros escritores comunistas, como Jorge Amado, Nicolás Guillén, Louis Aragon, Iliá Ehrenburg, Rafael Alberti o Raúl González Tuñón, y citó las palabras pronunciadas por Pablo Picasso al ingresar en el Partido Comunista Francés. “Tenía razón Picasso. Puedo decir que estoy entre mis hermanos. Y hay otros hermanos innumerables a quienes saludo hoy con voz profunda de ternura y de sinceridad. Son los militantes obreros del Partido, hermanos de las fábricas y de los oficios, de la pampa y del mar, aguerridos y vibrantes soldados del porvenir de la patria”. “Espero daros más de lo que he heredado, espero daros cuanto tengo, mi vida y mi poesía”.

Cumplió su palabra. El poeta fue leal a aquel compromiso a lo largo de toda su vida. Elegido senador en marzo de 1945 por el Norte Grande, junto con Elías Lafertte, en noviembre de 1947 publicó en el diario venezolano El Nacional el extenso artículo que denunció al mundo la traición de González Videla, argumentos que reiteró en enero de 1948 en su célebre discurso “Yo acuso”. Desaforado por la justicia a petición del Ejecutivo, vivió un año clandestino, salió a Argentina a través de la cordillera y reapareció ante el mundo en París, el 25 de abril de 1949, durante el primer Congreso Mundial de Partidarios de la Paz. Allí recibió el abrazo de la humanidad más avanzada: Charles Chaplin, Pablo Picasso, Paul Éluard, Iliá Ehrenburg, Diego Rivera, Lázaro Cárdenas, Jorge Amado, Howard Fast…Desde entonces, Neruda recorrió el mundo como uno de los grandes intelectuales comunistas. La URSS, China, los países socialistas, Italia, Francia, México, Cuba y, ya en los años 60, incluso Inglaterra y Estados Unidos. El 30 de septiembre de 1969 el Comité Central de su Partido lo eligió como candidato presidencial y el poeta recorrió Chile para contribuir a construir la Unidad Popular. El 22 enero de 1970 fue el primero en firmar en el libro de adhesiones a la cuarta candidatura presidencial de Salvador Allende, su “porfiadísimo compañero”. 

Sus versos de amor y de lucha suscitaron el reconocimiento universal, sentimiento que perdura aún hoy. El 13 de diciembre de 1971, tres días después de recoger el Premio Nobel, en su inolvidable Discurso de Estocolmo proclamó ante el mundo que había llegado hasta allí “con mi poesía y también con mi bandera”. Y expresó su fe en la profecía formulada un siglo antes por Arthur Rimbaud: “Solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres…”.