ANÁLISIS. El anticomunismo como medio de dominación política y cultural

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No se trata solo un fenómeno propagandístico ni algo puramente irracional o que surja esporádicamente con motivo de algún acto eleccionario u otro hecho de relevancia, es mucho más que todo ello, tiene el sello de la violencia simbólica que describiera Pierre Buordieu, ya que implica la naturalización en la sociedad chilena de la significativa estigmatización de las y los comunistas, por el solo hecho de adoptar esa condición.

Pedro Aravena Rivera. Santiago. 04/11/2022. Presenciamos en estos días maniobras de diverso tipo con el fin de destituir a ciertas personas de cargos directivos en el Parlamento y del Gobierno, maniobras cuyo rasgo común es que tienen reconocida militancia en el Partido Comunista, lo que ha culminado con que dos bancadas parlamentarias, del Partido de la Gente y del Partido Democratacristiano, no han honrado su palabra en la sucesión de la presidencia de la Cámara de Diputadas y Diputados, cuando le correspondía asumir esa testera a la diputada Karol Cariola Oliva, ​también militante del Partido Comunista de Chile, reelecta con la primera mayoría nacional en las elecciones legislativas de 2021.

Aparte del trato vejatorio en redes sociales, lo que más indigna es que el coordinador de la bancada DC haya dicho que no votarían por la diputada Cariola por una cuestión de principios. Tiene razón en eso, pero solo hasta allí, ya que el único principio aplicado es sólo un inveterado anticomunismo, de ese que viene desde del viejo tronco conservador, de sus relaciones con el falangismo español y de la creación de la amenaza roja en las elecciones presidenciales de 1964, articulación panfletaria con que Eduardo Frei Montalva derrotara a Salvador Allende Gossens.

El anticomunismo formó parte del guion promovido por los medios de comunicación, los partidos y  los sectores de derecha por el Rechazo, al punto que llegó a decirse que se trataba de la “Constitución comunista”. La línea de esa campaña se develó en un artículo publicado en la página editorial de El Mercurio del día 3 de junio de este año, firmado por la historiadora Lucía Santa Cruz, tildando a la Convención Constitucional de ser una expresión ideológica del Partido Comunista, acusándonos de perseguir el fin de la democracia liberal, su pluralismo, sus derechos y libertades y que nunca han descartado la vía armada; que durante la transición se restaron de los acuerdos mayoritarios y que se rehusaron a  dar una salida institucional a la crisis en noviembre de 2019. Por sobre las falacias en que incurre, interesa subrayar el uso recurrente a esa especie de corriente política cultural y emocional, de antigua data, que constituye el anticomunismo.

En los últimos meses hemos tenido una serie de demostraciones del más diverso signo de la persistencia de aquella tendencia sociocultural, por ejemplo, en la designación fallida de Nicolás Cataldo en la Subsecretaría de Interior, respecto del cual se llegó a decir que la entrega de la seguridad pública a los comunistas pondría a Chile en grave riesgo, no siendo dignos de tal confianza política, o sea, intrínsecamente no son confiables.

La misma discriminación proviene desde comienzos del siglo XX, con las encíclicas papales, como la que escribiera el Papa Pío XII en el año 1937 (personaje que ha sido denunciado por su complicidad con el fascismo), afirmando que los comunistas son representantes del mal en la tierra y “que procuran exacerbar las diferencias existentes entre las diversas clases sociales y se esfuerzan para que la lucha de clases, con sus odios y destrucciones, adquiera el aspecto de una cruzada para el progreso de la humanidad. Por consiguiente, todas las fuerzas que resistan a esas conscientes violencias sistemáticas deben ser, sin distinción alguna, aniquiladas como enemigas del género humano”.

En Chile, con el anticomunismo como telón de fondo se ha perseguido e ilegalizado al Partido de la hoz y el martillo bajo distintos signos y momentos del siglo XX, ya en la década de 1930, en adelante, con la dictadura de Ibáñez, posteriormente con la persecución desatada con González Videla a contar de 1948 con sus campos de concentración y la Ley Maldita, siguiendo las instrucciones del macartismo y la invención de la llamada Guerra Fría. No se puede dejar pasar que la creación del peligro rojo contó con el aval de la CIA, como ha señalado un historiador, en las elecciones presidenciales de 1964. Para culminar con la dictadura fascista, en que esas visiones se convirtieron en doctrina oficial, incluyendo la inserción del Artículo 8° en la Constitución original de Augusto Pinochet y Jaime Guzmán, legitimando la persecución, encarcelamiento, tortura, muerte y desaparición de cientos de cuadros de este Partido.

Tras el anticomunismo como política estatal y de sentido común, siempre han estado los gobiernos norteamericanos con sus agencias, sus aparatos de propaganda y su guerra de baja intensidad, como se indica en sus documentos de Santa Fe I y II, llamamientos del pensamiento conservador de U.S.A. para combatir la “subversión comunista en América Latina”, desde Chiapas hasta Chile como se dice en sus artículos.

Hay una estrecha similitud en su empleo, con lo que señalara Aníbal Quijano, sociólogo peruano, respecto de la colonización, en que el anticomunismo también es una continuidad de la colonización por otras culturas, con sus diferencias y distancias, pero que coincide en una internalización en el imaginario de los pueblos dominados, actuando desde la interioridad de ese imaginario.

Al punto que esa forma de dominación cultural tiene un amplio espectro, como lo demuestra que, en la conmemoración del 11 de septiembre pasado, militantes de la Juventud y del Partido Comunista fueron brutalmente agredidos por grupos anarquistas, lumpen y ultraizquierdistas, no importando que los mártires que yacen en las tumbas colectivas del Cementerio General muchos fueron asesinados nada más que por el hecho de ser comunistas.

No se trata solo un fenómeno propagandístico ni algo puramente irracional o que surja esporádicamente con motivo de algún acto eleccionario u otro hecho de relevancia, es mucho más que todo ello, tiene el sello de la violencia simbólica que describiera Pierre Buordieu, ya que implica la naturalización en la sociedad chilena de la significativa estigmatización de las y los comunistas, por el solo hecho de adoptar esa condición, por practicar una conducta  contraria a cierta normalidad social y crítica a un supuesto orden natural de las cosas, de allí que sea casi lógico calificarlos de “extremos”, en contra de los que está permitido cualquier conducta agresiva, aunque los hechos demuestren lo contrario.

Lo único que resta por advertir, según la experiencia, es que nunca esas ofensivas han terminado solo en los comunistas, después siempre vienen las otras fuerzas democráticas y de avanzada, incluyendo a sectores del llamado centro político, sino pregúntenles a algunos antiguos militantes del PDC.