A 50 años del golpe de Estado se mantiene la lucha por una Constitución democrática

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Para Allende y la Unidad Popular el orden constitucional debía entenderse siempre en el marco del progreso de los derechos sociales y la democracia. A la fecha del golpe Allende preparaba el anuncio de un proceso de reforma que pretendía ajustar las normas a un nuevo modelo de desarrollo, inclusivo y participativo.

Marco Barraza Gómez (*). Santiago. 13/3/2023 (**). Durante el año 2023 se conmemorarán los cincuenta años del golpe de Estado y se elaborará un nuevo Proyecto de Constitución que, en atención a la calidad de los contenidos democráticos que consagre, permita derogar la que impuso la dictadura. De algún modo, esta coincidencia sirve para poner de relieve el profundo vínculo que une estos dos acontecimientos, separados en el tiempo por medio siglo de distancia.

El primero de estos hitos interpela directamente a nuestra memoria histórica. Dos relatos se confrontarán en el debate público durante el presente año. Por un lado, la derecha intentará falsificar la historia, dando a entender que el gobierno de la Unidad Popular, presa de un extremismo desbordado y dispuesto a quebrantar el orden constitucional, provocó una crisis política insostenible que solo pudo ser resuelta por la intervención militar, que habría repuesto el orden y conseguido implantar un sistema ordenado y pacífico. En esta versión antojadiza y de falseamiento histórico, la violación masiva de derechos humanos respondería a excesos cometidos por personas determinadas, de cuyos actos no estaban en conocimiento los dirigentes políticos que apoyaron la dictadura cívico militar.

La tarea de la izquierda será, por lo tanto, defender la verdad histórica y hacer valer los hechos indesmentibles, tal como ocurrieron. El golpe de 1973 se dio en el marco de la guerra fría y de una seguidilla de golpes militares apoyados por el imperialismo norteamericano, destinados a implantar dictaduras que eliminaran físicamente a los comunistas, los izquierdistas y los dirigentes de la clase trabajadora; y que entregaran las economías locales a los intereses de los grandes capitales. Las violaciones de derechos humanos no fueron simples excesos excepcionales. Por el contrario, formaron parte de un guion ya ejecutado, por ejemplo, en Guatemala, Paraguay, Ecuador y Brasil, en las décadas de los 50 y los 60. En todos ellos, y especialmente en este último, la tortura, la desaparición forzada y el asesinato contra los opositores fue una técnica deliberada, lo que se ha documentado en numerosas investigaciones. Por lo demás, tanto los Informes Rettig y Valech como las numerosas sentencias condenatorias emanadas de los tribunales de justicia dan cuenta del carácter sistemático de las violaciones de derechos humanos durante la dictadura. El castigo de estos crímenes, aun reconociendo los avances que se han hecho, en especial desde el enjuiciamiento a Pinochet, originado en la querella que interpuso Gladys Marín en 1998, sigue siendo una tarea pendiente para nuestra democracia. El Estado debe a las víctimas justicia y reparación; y a la sociedad en su conjunto, la garantía de que estos hechos jamás volverán a repetirse.

Por otra parte, el modelo económico neoliberal impuesto a sangre y fuego por la dictadura, caracterizado por su extremo privatismo, impactó negativamente en las condiciones de vida de los chilenos y chilenas, por cuanto los derechos sociales pasaron a entenderse como problemas que debían resolver los particulares sin ninguna forma de solidaridad. Así, se privatizó la salud, la educación y el sistema de pensiones, a la vez que se debilitaba toda forma de protección a los trabajadores y trabajadoras. Este proceso, además, se aprovechó para beneficiar a los grupos económicos y a los personeros que formaban parte de la dictadura o la apoyaban, desmantelando al Estado y transfiriendo cuantiosos bienes públicos.

La dictadura se dedicó a implementar una contra revolución conservadora, destinada a abrogar los avances que la clase trabajadora había obtenido como fruto de sus luchas desde inicios del siglo XX, en las que destacaron dirigentes y dirigentas como Luis Emilio Recabarren, Teresa Flores y Clotario Blest, entre muchos otros.

Son estos avances los que posibilitaron el triunfo de la izquierda en 1970, después de un largo proceso de conformación de un programa popular y de una coalición que lo sustentara. En efecto, el gobierno de la Unidad Popular se basó en un programa que pretendía la construcción del socialismo en el marco del pleno respeto al sistema constitucional vigente, estrategia que el mundo entero observó con expectación y esperanza, pues se le veía como una nueva forma de alcanzar la superación del capitalismo evitando la confrontación armada, lo que Salvador Allende llamó la vía chilena al socialismo.

El Partido Comunista, desde los años 30, sostenía que en Chile se podía construir el socialismo a través de una vía no armada. Sin embargo, ello no se basó en que ese sistema constitucional, en el estado en que se hallaba en esa época, respondiera efectivamente a los intereses populares.

El país se regía en esos momentos por la Constitución de 1925. Esa Constitución había surgido también como producto de la lucha de la clase trabajadora, enfrentada a la explotación más descarada, generando condiciones de vida misérrimas que la élite conceptualizaba bajo el púdico nombre de cuestión social. A ello se sumaban los conflictos que dividían internamente a esa misma élite, como la pugna secular entre el presidente y el Congreso. Esta situación volvió insostenible el sistema oligárquico y obligó a efectuar un cambio en las normas que regían al Estado.

Sin embargo, las élites políticas y económicas se negaron a abrir un proceso de participación popular. Por el contrario, a pesar de que inicialmente se había hablado de una Asamblea Constituyente, la redacción del nuevo texto constitucional se entregó a una Comisión Consultiva de 122 integrantes, designados íntegramente por Arturo Alessandri, el Presidente de la República de la época, el que fue finalmente plebiscitado.

Por otra parte, su normativa original era restringida, aunque contenía elementos capaces de dar lugar a desarrollos posteriores. Entre ellos, se deben destacar la consagración constitucional de diversos derechos sociales y el establecimiento de reglas electorales más justas y transparentes, destinadas a combatir el cohecho y el fraude electoral, que la oligarquía utilizaba recurrentemente para asegurar su éxito.

Son esos modestos avances los que se veían como caminos para obtener un mayor progreso de los intereses de populares, a través de la lucha en un escenario que, con dificultades, permitía poner en acción a la clase trabajadora y sus organizaciones.

De este modo, para Allende y la Unidad Popular el orden constitucional debía entenderse siempre en el marco del progreso de los derechos sociales y la democracia. La Constitución no era solo un texto legal, sino que se levantaba como una vía que enmarcaba las luchas hacia la justicia social. Es por eso que el presidente, el 11 de septiembre de 1973, decide rendir su vida en defensa de esa Constitución.

Lo anterior no significa que el gobierno popular ignorara las deficiencias del orden legal entonces vigente. En efecto, a la fecha del golpe Allende preparaba el anuncio de un proceso de reforma que pretendía ajustar las normas a un nuevo modelo de desarrollo, inclusivo y participativo, para cuyos efectos ya se habían preparado las bases de una propuesta. Destacaba en ellas la coordinación entre el sistema económico propuesto y la satisfacción de los derechos fundamentales de las personas, así como también el reconocimiento del trabajo como fuente de toda riqueza y la más amplia participación del pueblo en la generación de las políticas del Estado. Así, se establecía que el fin de la organización social y política de la República de Chile es “crear una sociedad fundada en la libertad, la igualdad, la solidaridad y la justicia, en que se asegure el desarrollo integral y digno de la personalidad humana como consecuencia del dominio y goce comunes de los recursos naturales y bienes de producción fundamentales, y del término de la explotación del hombre por el hombre”.

De este modo, el Estado propuesto estaba íntimamente ligado con la sociedad en su conjunto y se apoyaba en los trabajadores, entendidos en un concepto muy amplio, para perseguir un fin de liberación de todas las personas respecto de la opresión social.

Por lo mismo, la propuesta constitucional no estaba destinada a eliminar o coartar derechos de las personas. Por el contrario, mantenía todos los derechos y garantías reconocidos en los textos constitucionales anteriores y, además, los enriquecía “con aquellos otros que el progreso de la conciencia mundial ha señalado, por ejemplo, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas de 1948, o en elaboraciones posteriores”. Al efecto, citaba como ejemplos la intimidad y el equilibrio psíquico. Entonces, el Estado no se limitaba a declarar derechos teóricos, sino que asumía la obligación de “crear y mantener condiciones objetivas apropiadas que permitan que estos derechos tengan una vigencia real”.

Así, el propósito del gobierno era impulsar un nuevo orden constitucional, cumpliendo para ello con todos los requisitos y procedimientos que exigía el que estaba vigente.

En todo caso, como se ha expuesto, la Constitución habilitaba un sistema que era capaz de reformarse a sí mismo y progresar en derechos sociales y democracia. La dictadura entendió perfectamente esas características. Por lo mismo, uno de sus primeros objetivos fue la derogación de esa normativa y su reemplazo por otra que protegiera a las élites económicas e impidiera cualquier cambio democrático efectivo.

Ya en su Decreto Ley N.º 1 la Junta Militar había establecido que asumía el mando supremo de la Nación. Su artículo 3° revelaba el verdadero contenido material de esa declaración, al disponer que la Junta garantizaría las atribuciones del Poder Judicial y respetaría la Constitución y las leyes “en la medida que la actual situación del país lo permitan para el mejor cumplimiento de los postulados que ella propone”. En otras palabras, a la declaración formal de respeto a la legalidad, se oponía de inmediato la voluntad ilimitada de la dictadura, la que se reflejaría en la violencia autorizada mediante bandos militares o ejecutada sin formalidad alguna.

Luego, el 21 de septiembre de 1973, apenas diez días después del golpe, en sesión secreta, la Junta Militar decide formar una comisión destinada a redactar un ante proyecto de nueva Constitución, la que sería dirigida por Enrique Ortúzar e incorporaría a otros juristas identificados con el nuevo régimen, pero cuyo ideólogo incuestionable fue Jaime Guzmán. De este modo, mientras la represión cobraba la vida de miles de compatriotas y se privaba de libertad o se torturaba a dirigentes populares, este selecto grupo establecía las bases de lo que sería la nueva institucionalidad. La propuesta fue luego entregada a la revisión del Consejo de Estado, organismo designado por la Junta Militar; revisada por esa misma Junta y, finalmente, aprobada en el plebiscito fraudulento de 1980.

La Constitución de 1980 se basa en el principio de subsidiariedad que, en una particular versión desarrollada por Jaime Guzmán, viene a constituirse en el corazón del sistema impuesto. Se trata de una posición extrema e ideologizada según la cual el Estado no puede asumir ninguna labor, salvo cuando los privados dejan de hacerlo. De lo anterior se deriva la aceptación del derecho de propiedad privada y de la libre iniciativa en el campo económico como principios absolutos. Este principio es la justificación para la privatización de los derechos sociales, que pasan a convertirse en un negocio muy lucrativo para las empresas, como un producto de consumo, disponible para quienes puedan pagar por ellos.

La Constitución de 1980 nunca tuvo legitimidad, ni por su origen ni por su contenido. Las reformas introducidas pudieron resolver algunos de sus problemas, pero no alteraron su estructura central. Los intentos de cambiar esta situación, como el proceso constituyente impulsado por la presidenta Bachelet en su segundo gobierno, fueron sistemáticamente obstaculizados por la derecha y las fuerzas neoliberales.

El estallido social de 2019 tuvo el efecto de desnudar este carácter ilegítimo, lo que ha hecho imposible que siga rigiendo, a pesar de los deseos de la derecha. Esto motivó la convocatoria a un plebiscito en que un 80% de los votantes estimó que se debía dar paso a una nueva Constitución, redactada por una Convención amplia, inclusiva, paritaria y participativa. Expresamente, la ciudadanía rechazó que se entregara su redacción a una comisión mixta, en que habrían tenido igual participación los parlamentarios en ejercicio que los representantes que se eligieran especialmente al efecto, porque entendió que esto habría tendido a considerar en exceso las preocupaciones de los órganos constituidos, perpetuando el orden existente que se quería transformar.

La elección de consejeros confirmó este criterio. La Convención Constitucional, elegida para elaborar la propuesta de nueva Constitución, contó con fuerte presencia de los movimientos sociales y los partidos comprometidos con una transformación profunda de la sociedad. Fue paritaria e integró a representantes de los pueblos originarios. Realizó su labor a través de un proceso abierto y transparente, escuchando cientos de propuestas presentadas por organizaciones sociales.

A pesar de lo anterior, como se sabe, la ciudadanía rechazó el texto propuesto en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022. Los motivos de este rechazo son múltiples. La Convención, desde el primer día, estuvo sometida a una campaña de desprestigio impulsada por la derecha y vehiculizada a través de los medios de comunicación. Lo anterior incidió en que, a pesar de los esfuerzos desplegados, los electores enfrentaron el plebiscito con información sesgada o derechamente falsa. Se hizo costumbre la publicación de interpretaciones antojadizas, destinadas a provocar temor, lo que abortó todo intento de debate riguroso. Por otra parte, es claro que hubo conductas propias de algunos consejeros que, magnificadas por la prensa, tendieron a desprestigiar el trabajo efectuado y la legitimidad de las propuestas de normas constitucionales. Pero, lo más sustancial es que las normas propuestas afectaban al unísono muchos intereses corporativos, que permitieron ampliar el arco ideológico del rechazo.

En resumen, a pesar de la amplitud del resultado, y sin perjuicio de la necesidad de prestar atención a los énfasis que será necesario marcar en una nueva propuesta, el ímpetu ciudadano por dotar a Chile de una nueva constitución está vigente, puesto que el saber popular tiene claro que la actual constitución es un impedimento estructural para los cambios en Chile que otorguen bienestar compartido a la población.     

No puede obviarse que este resultado ha significado una derrota muy grave para los movimientos sociales, los partidos que promueven las transformaciones más profundas y para el conjunto del progresismo. A partir de ella, se ha configurado una nueva situación política, completamente distinta de la que regía al momento del inicio del proceso constituyente. Actuar como si aún se contara con una movilización social en ascenso y con una derecha a la defensiva sería apartarse de la realidad. Hoy día, cualquier avance en materia constitucional se ha vuelto más difícil, y de no haber mediado un nuevo proceso constituyente, el riesgo más alto y grave sería que la derecha y sus aliados en el congreso impusieran una agenda legislativa en el ámbito constitucional más regresiva y dañina al interés popular. Por ello es determinante desde abajo, generar nuevas condiciones para la lucha social que habilite una nueva constitución.

Así, es preciso establecer que este rechazo no involucra de ninguna manera un apoyo de la ciudadanía a la Constitución actualmente vigente. A pesar de ello, dirigentes de extrema derecha pretendieron reinterpretar la voluntad ciudadana, argumentando que el rechazo implicaba la mantención de la Constitución de 1980. Solo un gran esfuerzo político ha permitido que prevaleciera la decisión de mantener el proceso constituyente.

No cabe duda de que, en estas nuevas condiciones, el proceso no tiene el mismo nivel de avance que expresó la Convención Constitucional. Sin embargo, ya definidas las reglas que lo regirán, es evidente que el carácter más o menos avanzado del nuevo texto es un terreno de disputa. Hay varios factores que incidirán en ello. Entre los principales, se debe mencionar, en primer lugar, la capacidad del movimiento social para exigir sus demandas a través de la movilización social, que fue la llave para romper el inmovilismo en 2019.

Otro factor relevante será la cantidad de consejeros que los sectores políticos y sociales transformadores podamos elegir. La aprobación del texto depende del Consejo Constitucional y sus integrantes serán quienes aprueben o rechacen cada una de las normas propuestas. Para ello es necesario levantar y difundir los contenidos entre la ciudadanía y promover aquellas candidaturas que aseguren la defensa de un nuevo paradigma constitucional.

En este contexto, nada sería más nocivo que restarse y dejar el campo abierto a la derecha. Hoy en día, los precipitados llamados a la abstención o al voto nulo solo benefician a los defensores del sistema. La derecha pretenderá que el nuevo texto mantenga los principios orientadores del actual, restringiendo los cambios a aspectos secundarios o meramente retóricos. La inclusión de normas que hagan efectivos los derechos que los sectores populares reclaman depende de la capacidad de incidir en ese espacio y convertirlo en un campo de debate público sobre estas materias.

En este sentido, debemos entender que las doce bases constitucionales del Acuerdo por Chile, suscrito por las fuerzas políticas de gobierno y de oposición, puntos esenciales para posibilitar el proceso constituyente, no constituyen límites, sino cimientos a partir de las cuales construir normas que aseguren de mejor manera los derechos del pueblo.

Entre estas bases, destacan el reconocimiento expreso de que Chile será un Estado social y democrático de derecho y de que la soberanía tiene como límite la dignidad de la persona humana y los Derechos Humanos reconocidos en los tratados internacionales. Estos dos elementos son claves para desmontar el Estado subsidiario, forma jurídica del neoliberalismo en Chile. El desarrollo de estos conceptos dará origen a un debate político durante la redacción de la Constitución y, seguramente, también con posterioridad, pero desde ya fija el espacio en que ese debate deberá darse.

Conforme con ello, la nueva Constitución debe concebirse como el marco que habilite un conjunto de cambios para construir una nueva forma de convivencia social.

Esta noción de norma habilitante es de la máxima importancia. El nivel constitucional no es igual al legal ni al reglamentario, que operan en distintos estadios de jerarquía y generalidad. La norma constitucional es, por su naturaleza, más general que las demás normas de un ordenamiento jurídico y cumple el papel de ordenarlas. Por ello, toda norma legal debe dictarse por los órganos y según los mecanismos que dispone la Constitución y su contenido debe ajustarse a lo que en ella se establece. Una norma legal contraria a la Constitución no puede tener validez, lo que se asegura a través de diversos mecanismos de control de constitucionalidad.

Entonces, el establecimiento de una regla en la Constitución no asegura por sí mismo su operatividad concreta, pero fija las bases para que así se disponga. En este sentido, una norma constitucional se lleva a la práctica a través de instituciones o reglas legales que forman parte del debate político y legislativo, pero ese debate reconoce como límite lo ya dispuesto por la Constitución. Si conseguimos, por ejemplo, que la nueva Constitución reemplace la libertad de trabajo por el derecho al trabajo, las normas legales que se dicten en el futuro podrán ser más o menos avanzadas, pero en ningún caso podrán establecer un sistema en que ese derecho se desconozca.

Entonces, considerando la importancia que reviste la redacción del texto constitucional para determinar el marco jurídico de las luchas futuras, resulta fundamental determinar los ejes que deberán dar sentido a las diversas normas que se propongan. Esos ejes deben representar la columna vertebral de todo el texto constitucional y manifestarse en cada una de sus disposiciones.

En primer lugar, se debe incluir en forma expresa la declaración de que Chile es un Estado social y democrático de derecho. Se trata de un concepto abierto, que se deberá concretar a través de los derechos que se reconocerán en el texto y de las instituciones que se crearán. Sin embargo, no es solo una declaración retórica. Por el contrario, actuará en el sistema en su conjunto, por cuanto será el referente obligatorio para la creación e interpretación de toda norma jurídica.

En efecto, en la discusión legislativa e incluso en la de carácter constitucional, el concepto de Estado social y democrático de derecho permitirá diversas soluciones concretas, pero excluirá completamente otras. Así, no se podría considerar dentro de un Estado de este tipo normas que sujeten el cumplimiento de derechos fundamentales a las facultades económicas de su titular, como hoy ocurre con la educación y la salud, por poner un ejemplo.

Sin perjuicio de ello, para que esta definición cobre mayor fuerza será importante la consagración de los derechos fundamentales, sin exclusión, esto es, considerando tanto los derechos civiles y políticos como los económicos, sociales y culturales, así como también los de carácter ambiental.

Es importante resaltar que el Estado social y democrático de derecho exige, además de la consagración expresa de estos derechos, que se establezcan los mecanismos para su ejercicio. Una excusa frecuente frente a este aserto tan evidente, enarbolada sin rubor por los defensores del sistema neoliberal, es que los derechos económicos, sociales y culturales tendrían un carácter meramente programático, a diferencia de los derechos civiles y políticos, únicos que el Estado debería garantizar. Es decir, en materia social, el Estado solo podría asegurar a sus ciudadanos y ciudadanas ciertas libertades, para que en uso de ellas buscaran en el mercado la satisfacción de sus derechos.

Un ejemplo típico es el trabajo. La Constitución elaborada por la dictadura, aún con todos sus cambios, asegura la libertad de trabajo y su protección, lo que se refleja en la libre elección del trabajo, agregando una débil referencia a la justa retribución. Nada se dice sobre las condiciones que el Estado debe asegurar para que las personas puedan utilizar su fuerza de trabajo para su sustento y el de sus familias. En cambio, un Estado social y democrático de derecho deberá disponer que el derecho al trabajo y su libre elección comprende condiciones laborales equitativas, salud y seguridad en el trabajo, descanso, tiempo libre, desconexión digital, indemnidad y pleno respeto a los derechos fundamentales. La remuneración deberá ser equitativa, justa y suficiente para asegurar el sustento del trabajador o trabajadora y sus familias, además de cumplir con el principio de que a un trabajo de igual valor corresponde una remuneración también igual.

Estos rasgos concretos son de suma importancia, porque permiten garantizar los derechos de que forman parte a través de instituciones que los vigilen, políticas públicas que los promuevan y, en último término, procedimientos administrativos y judiciales que los cautelen.

En segundo lugar, se debe disponer el establecimiento de un sistema político democrático, representativo, participativo, paritario e inclusivo, que sea sensible a los intereses mayoritarios y respetuoso con la diversidad y los derechos de las minorías.

La democracia debe entenderse como autogobierno, es decir, un sistema tal que las normas que obligan a los ciudadanos y ciudadanas en su conjunto son creadas por ellos mismos. Ese es el sentido de la soberanía popular. Este principio se refleja en mecanismos que consideran de manera permanente la voluntad popular. El sistema de representación, como son las autoridades electas, aunque es imprescindible para formar la voluntad general en sociedades complejas y compuestas por millones de personas con diversos intereses y opiniones, no puede excluir formas de consulta directa a la ciudadanía. Entre ellas, son relevantes los plebiscitos vinculantes, así como la iniciativa popular de ley y de derogación de ley.

Para que una democracia sea efectivamente inclusiva debe atender a la participación de los diversos sectores sociales en un debate efectivo sobre los asuntos de interés nacional. Para ello, una condición indispensable es que la ciudadanía cuente con información de buena calidad. El derecho a la información, en la actual Constitución, se entiende principalmente como aquel que permite crear medios de comunicación con el fin de emitirla libremente. Sin embargo, se omite el derecho a ser informado de manera veraz, sin perjuicio de la libertad del emisor para hacerlo según sus propias perspectivas u opiniones. La excesiva concentración de los medios, en manos de grandes empresas, han conducido a una situación en que la información se manipula para defender los intereses de los poderes económicos, prácticamente sin contrapeso. Asimismo, nadie ignora que hoy las fake news forman parte de los métodos para evitar la expresión de los intereses de las clases populares. Por ello, la Constitución debe posibilitar políticas públicas que permitan una información más amplia y pluralista.

La inclusividad también debe referirse a la existencia en el territorio de Chile de diversos pueblos originarios, a quienes asisten los derechos que los tratados internacionales les reconocen, especialmente el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo. La Constitución no puede omitir su consideración social, económica y cultural, pero también su adecuada representación en el sistema político. Esto requiere la existencia de escaños reservados en el Congreso, reconocimiento de derechos colectivos y sociales con pertinencia cultural, así como también los caminos de solución respecto de la restitución de sus tierras.

Por último, ha de considerarse que la democracia, basada en el principio de mayoría, reconoce como límite los derechos de las minorías. Esto alude tanto a quienes han defendido opiniones políticas que no resultan aprobadas mayoritariamente, como a grupos históricamente segregados, como ocurre, por ejemplo, con las personas que integran la diversidad sexual.

En tercer lugar, la nueva Constitución deberá fijar las bases de un nuevo modelo de desarrollo, que permita atender las diversas necesidades sociales en un marco sustentable y de mayor igualdad, en especial en atención a la crisis ecológica global que hoy se manifiesta a través del cambio climático.

Suele argumentarse, de un modo falaz, que la Constitución no puede efectuar determinaciones sobre este aspecto, en atención a que ello estaría entregado a los diversos programas de gobierno. En realidad, toda Constitución se inserta en un modelo de desarrollo y convivencia social. No se trata de establecer planes concretos, sino los marcos generales por los cuales se guiará el esfuerzo que hacen día a día los chilenos y chilenas en pos de su progreso individual y colectivo.

Lo anterior implica que la Constitución habilite al Estado para tomar parte en la economía, como eje para las transformaciones económicas y sociales. Este punto es esencial, por cuanto lo que ha hecho crisis en 2019 justamente ha sido un modelo privatista en extremo, que somete los intereses generales a los de las grandes empresas, a través de una mala conceptualización de la libertad de empresa. Un sistema equilibrado, en cambio, reconoce a los privados un ámbito de actividad, pero a la vez permite que el Estado ejerza una función articuladora, que incluye su participación sin restricciones a través de empresas públicas, destinada a permitir que el desarrollo incorpore los esfuerzos de todos a la vez que distribuye sus beneficios en forma justa.

Otro aspecto importante, requerido especialmente desde las regiones, es el fortalecimiento de la descentralización económica, para cuyos efectos se ha de considerar un modelo que promueva la actividad e innovación en los diversos territorios, transfiriendo a los gobiernos regionales facultades suficientes para que establezcan sus propias estrategias de desarrollo, en coordinación con las políticas del Estado en su conjunto.

En esta materia, es importante que el nuevo modelo incorpore la variable medio ambiental, única forma de alcanzar fórmulas de desarrollo sustentable, que permitan una actividad económica que no signifique el agotamiento de los recursos naturales, fundamentales para las futuras generaciones, aspecto de especial urgencia en medio de la crisis climática en curso.

Por último, un modelo de desarrollo económico en el marco de un sistema democrático debe partir del reconocimiento del trabajo como fuente de toda riqueza, estableciendo normas que le otorguen un rol central en el esfuerzo económico y en la distribución de sus resultados.

En cuarto lugar, la igualdad de género debe ser transversal al texto, estableciendo los derechos específicos que son necesarios para ello y mandatando al Estado para desplegar las políticas que la hagan efectiva.

En este sentido, no basta con una declaración de tipo formal, sino que debe apuntarse a una paridad sustantiva. El Estado y sus instituciones son responsables de impulsar políticas que fomenten la paridad y corrijan las diferencias que hoy perjudican a las mujeres. Asimismo, es necesario establecer los derechos específicos que corresponden a las mujeres y a las personas integrantes de la diversidad sexual. Entre esos derechos, es fundamental el reconocimiento del trabajo doméstico y no remunerado, así como también las políticas que aseguren la igualdad salarial. También merece mención la consagración de los derechos sexuales y reproductivos, indispensable para un normal desarrollo de la personalidad; y el reconocimiento a los diversos tipos de familias existentes en la realidad.

Por último, en quinto lugar, la nueva Constitución debe asegurar la probidad y el establecimiento de normas capaces de combatir la corrupción y los abusos, tanto de las autoridades públicas como de los privados.

Para enfrentarlos se requieren altos estándares en integridad, probidad, transparencia y rendición de cuentas. La Constitución debe asegurar que no existan élites privilegiadas que utilizan su posición para obtener beneficios personales en perjuicio del interés general.

La corrupción es un fenómeno complejo, que se manifiesta de diversas maneras, y que no es responsabilidad solo de autoridades públicas. Si bien el aprovechamiento de bienes públicos por parte de funcionarios es una de sus expresiones, también aparece cuando las empresas se coluden para aumentar los precios y maximizar sus ganancias en perjuicio de los consumidores. Un motivo justificado de reclamo emana de la falta de fiscalización y de las bajas sanciones que reciben los llamados “delincuentes de cuello y corbata”. La Constitución debe ordenar la creación de mecanismos eficientes para prevenir y sancionar estas conductas.

Como se señalaba al inicio, a propósito de los cincuenta años del golpe de Estado cívico militar, este año 2023 es un año de conmemoración en que recordamos el sacrificio del presidente Allende en defensa de la Constitución y conmemoramos a las víctimas de la dictadura. La lucha del Presidente Allende por el socialismo, como máxima expresión de la democracia política, económica y social ha quedado como un ejemplo para el mundo y para las nuevas generaciones. La amplia visión que tuvo como estadista reflejó el sentimiento y la experiencia del movimiento popular, en su larga lucha por la liberación. Ese pueblo construyó la vía chilena al socialismo que hasta hoy nos sigue inspirando. No se trata de repetir experiencias de otras épocas, sino de sacar las lecciones que nos han legado.

En estos días, nuestro homenaje debe plasmarse en la lucha para que la nueva Constitución consagre normas y principios que den fuerza a las nuevas luchas democráticas del futuro. Las trabajadoras y los trabajadores, una vez más, encabezan esas luchas exigiendo dignidad. Una Constitución para el pueblo es un objetivo que hoy debemos expresar en la actividad que desplegamos en la sociedad. Para ello es necesario conseguir la mayor participación posible y convertir el Consejo Constitucional en un foro abierto a la ciudadanía. El contenido de la nueva Constitución no está escrito. De nosotros depende que responda efectivamente a las esperanzas populares.

(*)Marcos Barraza Gómez es psicólogo y académico, miembro de la Comisión Política del Partido Comunista de Chile, ex ministro de Desarrollo Social, fue integrante de la Convención Constituyente.
(**)Un resumen de este artículo está publicado en la edición impreso del periódico El Siglo que circula desde el 11 de marzo.