Un tercio y más

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La movilización del pueblo es también otra de las condiciones que hacen de cualquier acuerdo una efectiva herramienta de progreso político y social y no una cocina.

Hernán González. Profesor. Valparaíso. 3/4/2024. Todas las mediciones realizadas desde que asumió el Gobierno Apruebo Dignidad junto a Socialismo Democrático, han sido consistentes en cuanto a la base de apoyo que tiene. Esta ha oscilado entre el 28 y el 32-33 por ciento. Tanto la derecha tradicional como la nueva derecha y la extrema derecha, han tomado nota y manifestado de diferentes maneras su preocupación al respecto.

Ello, pues esa base de apoyo se ha mantenido inalterada pese a la agresiva campaña de distorsiones, ataques y bloqueo legislativo a los que ha debido hacer frente. Actos que se manifiestan al borde de la institucionalidad y que han sido tolerados por razones que se han transformado en puros hechos casi, pero que no excusan el trasfondo peligrosamente ambiguo por el que se abre paso y asecha un neofascismo que tiene en vilo a la derecha tradicional y se propone instaurar un orden mezcla de individualismo radical, intolerancia y libre mercado desenfrenado.

Dicha transformación de la resistencia derechista a los cambios en un puro dato de la causa sin contenido alguno. Se expresó en el pasado en la famosa tesis de la “democracia de los acuerdos”, la que pasó por alto las privatizaciones truchas de la dictadura, la famosa deuda social del Estado -la que incluía varias deudas históricas, entre ellas con las universidades estatales, los profesores y profesoras, los campesinos y los pequeños agricultores, etc.-, el desmantelamiento de los servicios públicos y su transformación en lucrativos nichos de negocios privados y por cierto, la impunidad de la mayoría de sus crímenes.

El consenso, la estabilidad y el orden se convirtieron en el fin de esa política precisamente como una forma de mantener un cierto equilibrio resumido en la idea de la “gobernabilidad democrática”.

Para unos, como una manera de garantizar las posiciones de dominio y los privilegios de los que gozan los poderes económicos concentrados y que expresan la derecha y los conservadores en el plano político y para otros, como una forma de garantizar cambios graduales que favorecieran a la sociedad y que fueran duraderos, en lugar de un maximalismo inconducente -al menos así lo argumentaron por décadas-.

La derecha y los conversos han insistido de manera majadera, para referirse al Gobierno de la UP, en la idea de un Gobierno de minoría e indiferente a la construcción de acuerdos, distorsionando de manera grotesca la historia o tratando de justificar sus vueltas de carnero y las posiciones políticas que entonces sostuvieron.

Pero la construcción de acuerdos nunca fue para Allende ni para la Unidad Popular un fin en sí mismo, ni la garantía de estabilidad de un orden formal, sino una herramienta al servicio de la transformación. Allende nunca renunció a la búsqueda de acuerdos con la oposición a su Gobierno poniendo siempre por delante los intereses del pueblo y los compromisos adquiridos con éste expresados en el programa de la UP y por el cual dio la vida.

De hecho, el día del golpe iba a anunciar un plebiscito para comenzar a elaborar una nueva Constitución, de manera que el pueblo, incluyendo a sus opositores, decidiera los destinos de la patria, aun ostentando una mayoría política y social que se expresaba en el gobierno, el movimiento campesino, sindical y juvenil; parte importante de los municipios y luego de marzo del 73, también del Congreso.

Lo segundo es que los acuerdos, para la izquierda, la UP y el Presidente Allende nunca significaron borrar su identidad en un consenso abstracto con pretensiones de superar las contradicciones de la sociedad. Solo un voluntarismo muy ideologizado pretendería eliminar las clases sociales y los intereses contrapuestos que son parte de la vida social y de la democracia, por medio de un acuerdo político firmado en el congreso o en un salón de eventos.

En este sentido la movilización del pueblo es también otra de las condiciones que hacen de cualquier acuerdo una efectiva herramienta de progreso político y social y no una cocina, como lo caracterizó tan correctamente el exsenador Zaldívar hace algunos años en una frase tristemente célebre.

¿Qué es lo que pone, entonces, tan nerviosa a la derecha en la actualidad?  Primero su soledad y la imposibilidad de encontrar un interlocutor con el cual seguir acordando políticas que vuelvan a legitimar el orden imperante en los últimos treinta años y un poco más. Se ha tenido que conformar con un par de grupúsculos intrascendentes que se han terminado mimetizando con ella. Dicha imposibilidad de realizar un acuerdo por arriba es precisamente la circunstancia que, entre otras, facilitó el estallido de rebeldía popular de octubre de 2019.

El tercio inalterable que registran las encuestas y que pone nerviosa a la derecha, es el piso histórico del electorado que se identifica con la izquierda y que, en la última elección parlamentaria realizada antes del golpe de Estado en marzo de 1973, alcanzo al 43%, pese al sabotaje de la derecha y el imperialismo norteamericano.

Ese “tercio” que con la participación protagónica del pueblo a través de su movilización y tras objetivos democratizadores, de justicia social y redistribución del ingreso podría ser mucho más y como hace cincuenta años, cambiar la historia si se lo propone.