ANÁLISIS. Perú. La Guerra Sucia

Compartir

A Dina Boluarte se le puede decir mucho, pero el papel que hoy juega, es simplemente deplorable. Tuvo ante sí la posibilidad de pasar a la historia confirmando su lealtad al pueblo. Pero cambió de trinchera y se pasó al bando de los opresores. Avalar los crímenes, considerar “insurrección  terrorista” a la protesta social y pergeñar un gobierno Civil-Militar  para perpetuar un modelo fracasado y en derrota, es un camino sin retorno.

Gustavo Espinoza M. Periodista. Lima. 26/12/2022. Es conocido que Dante Alighieri, en su clásica obra luego llamada “La Divina Comedia”, reservó el séptimo círculo del infierno para los violentos, para todos los que hicieron daño a los demás, mediante la fuerza.  Y refiere que, dentro de ese mismo recinto, sumergía en un río de sangre hirviente y nauseabundo a un cierto número de condenados a los que describía diciendo: “Estos son los tiranos que vivieron de sangre y  de rapiña. Aquí lloran por sus despiadadas faltas…”.

Sería bueno que eso lo supieran los que ahora orillan la muerte, piden sangre y braman contra el pueblo a la sombra de un Estado de Emergencia dispuesto para aplacar la ira de las masas que enfrentan la insanía de la clase dominante, empeñada en destruir lo poco conquistado en los últimos 16 meses de vida nacional.

En distintas etapas de la historia hemos conocido episodios en los que se ha   impuesto la guerra sucia que hoy se reinicia. Por lo general, esto ha ocurrido en el marco de una confrontación interna -la insurrección de Trujillo en 1932, o la rebelión de Arequipa, en 1950-; pero también se ha dado cuando se impuso el propósito de restaurar en el Perú el dominio oligárquico, en las últimas décadas del siglo pasado.

Para abordar esa misión, en esa circunstancia se acuñó la idea de enfrentar el terrorismo, una práctica siniestra atribuida a Sendero Luminoso, pero ejecutada muchas veces por la propia estructura del Estado; con otras acciones de terror que luego  se atribuyera a los “alzados en armas” para combatirlos y escarmentarlos. Fue así cómo se diseñó la “estrategia antiterrorista”, que dejó escuela; y que hoy asoma en otras condiciones.  

La teoría, parte de una formulación básica: “Estamos en guerra contra el terrorismo”. La idea central -la guerra- permite diseñar una estrategia de corte militar y una práctica concreta. Para desarrollarla se compromete a la Fuerza Armada asegurando, sin embargo, que ella no puede actuar dentro de los cánones formales.

Y es que se trata de una “Guerra No Convencional”, que no está regulada por las leyes de la guerra, sino que responde a una lógica que nadie explica, porque sabe a ciencia cierta  que es  una lógica perversa.

Una guerra -cualquier guerra- está sometida a normas definidas y está regulada por las así llamadas “Leyes de la Guerra”, recogidas por la Convención de Ginebra. Ellas prohíben los tratos inhumanos y degradantes, el homicidio en todas sus formas, la tortura, y otras modalidades que conocimos de manera directa en ese periodo aciago de la vida nacional.

Para saltarse con garrocha todas estas limitaciones, se habla entonces de una guerra distinta, de una “guerra secreta”, contra un enemigo “no identificado” que se mimetiza en el pueblo y se pierde en el campo y que, por eso mismo, debe ser enfrentado con “métodos especiales”, también secretos. Por eso, no hay órdenes escritas, ni planes formales. Todo se basa en la disciplina castrense que dispone el cumplimiento de las órdenes sin dudas ni murmuraciones.

Cuando algunos buscan inquirir acerca de los procedimientos seguidos por “las fuerzas del orden”, la respuesta suele ser letal. Pueden asegurarlo quienes conocieron la trágica suerte de Jaime Ayala Sulca, el valeroso corresponsal de la República, secuestrado y desaparecido en Huanta, en los años 80 del siglo pasado; o el destino de Hugo Bustíos, el fotógrafo que descubriera el asesinato de los Evangelistas de Callqui en el mismo periodo. Todo está diseñado para que nadie sepa quiénes dieron las órdenes fatales, y para que esos casos, jamás lleguen al deslinde total.

El argumento formal destinado a exculpar a los autores intelectuales o materiales de esos crímenes, se esconde tras una formulación genérica: “hay que reconocer que en esta guerra, se cometieron algunos excesos”. Siempre se habrá de encontrar, incluso periodistas, que acepten con alivio esa “explicación” que no resiste el menor análisis, porque no se trata de “excesos”, sino de crímenes.

La Clase Dominante se empeña en subrayar que esa “guerra” responde a los intereses del país. Pueden presentarla incluso, como una “defensa del orden democrático”. Lo harán para obtener perdón para lo que realmente son simplemente delitos. Y no “delitos de función”, porque matar no es función de la Fuerza Armada.

Es posible que Dina Boluarte no lo sepa, pero las leyes peruanas, las disposiciones vigentes, la jurisprudencia interna y los convenios internacionales disponen que temas como estos, reúnan dos requisitos: sean vistos por la justicia civil, y tengan carácter de imprescriptibles.

Esto significa que, aunque hoy haya jueces que por temor, o complicidad, se dobleguen ante la fuerza de las armas, habrá mañana otros que pondrán cada cosa en su lugar. En otras palabras, aunque hablen de “la Patria” y de “la democracia”, finalmente nada quedará impune.

A Dina Boluarte se le puede decir mucho, pero el papel que hoy juega, es simplemente deplorable. Tuvo ante sí la posibilidad de pasar a la historia confirmando su lealtad al pueblo. Pero cambió de trinchera y se pasó al bando de los opresores.

Avalar los crímenes, considerar “insurrección  terrorista” a la protesta social y pergeñar un gobierno Civil-Militar  para perpetuar un modelo fracasado y en derrota , es un camino sin retorno.

Vale, entonces recordarle lo que se le dijo hace poco por las redes: “no puedes sentarte sobre las bayonetas, ni comer entre los muertos”. La Boluarte, no debe olvidar eso. La guerra sucia no paga nunca.