ANÁLISIS. Lagos, el último “pelucón” de la política nacional

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Invoca en su Carta a un dispositivo político muy propio de la fase de institucionalización de la “democracia protegida” en los años noventa del siglo XX: el consenso.

 Juan Carlos Gómez Leyton(*). Santiago. 07/2022.  “Hay viejos culiados,

que desprecian la NCP,

no importa”.

Parafraseo del Poema de

  1. Redolés: No Importa

 

Con ocasión de la entrega de la Nueva Constitución Política (NCP), elaborada por la Convención Constitucional, a la comunidad nacional diversas “figuras” de la escena política nacional se han comenzado a manifestar sobre ella. Sobresaliendo aquellos que se asumen como “decentes”, ilustrados” y “sabios”. La mayoría de ellos y ellas integran la elite política que incluso de antes que la entrega el texto definitivo de CP, andan molestos y rabiosos escribiendo cartas, manifiestos y hablando por la “caja idiota” en contra tanto de la labor de la CC como de la NCP. Destacan las voces y las escrituras de Ricardo Lagos, Ximena Rincón, Óscar Landerretche, Cristian Warnken, Carlos Peña, Nicolas Eyzaguirre, entre otres.

Aunque, no pueden negar que hoy gracias a la actividad de 117 (le restamos las y los convencionalistas de derecha que mayoritariamente se opusieron a sus aprobación interna del texto) ciudadanas y ciudadanos tenemos una propuesta de NCP para enterrar definitivamente la CP80, pinochetista/guzmaniana/laguista. Esta tarea fue postergada por 32 años por los mismos que hoy rasgan vestiduras y demandan la “mágica” palabra de que todo debe ser realizado por “consenso”. Obvio, un consenso sin la participación del pueblo como en los viejos absolutismos del siglo XVIII, lugar donde Ricardo Lagos y sus amiges han vuelto, en una regresión política asombrosa.

Hay que preguntarse porqué estos “ilustrados” están tan irritados, molestos, nerviosos, desesperados, aterrados, idos, furiosos, etcétera, con la NCP. Una CP que por cierto no es socialista ni radical sino liberal, capitalista, neoliberal, extractivista, pero, plurinacional paritaria, inclusiva, que recupera derechos sociales, sindicales, culturales y económicos conculcados hace 50 años, anticorrupción, entre otros aspectos, que para los críticos de las izquierdas son aún insuficientes.

Con todo, esa NCP los tienen a las y los “ilustrados” de la derecha y de la centro-izquierda, aterrados y las izquierdas, enojados. En ambos sectores hay hombres y mujeres que plantean la “necesidad” de que hay que revisar y cambiar lo establecido en un texto que ni siquiera ha sido aprobado por el “respetable”, es decir, por el pueblo o la ciudadanía.

¿Cuál es, entonces, el problema, la molestia, que tienen con la NCP? En esta columna me voy a referir especialmente a los sectores de la elite política de la centro-izquierda, y en otro, los “enojos” de las izquierdas. Sin embargo, ambos sectores les aqueja el mismo problema: la total, digamos, en principio desconfianza que manifiestan por el pueblo, por la plebe, o por las y los ciudadanos comunes.

Esa desconfianza los lleva a los “ilustrados” a no aceptar que un grupo diverso y plural de hombres y mujeres electos por otros y otras iguales a ellos les encomendaran redactar y elaborar una nueva Constitución Política desde abajo ni siquiera desde la izquierda como dicen las y los zapatistas, sino desde el centro político. Pero, a pesar, de ello, la elite en el poder, o sea, la clase política enquistada ya sea en el poder legislativo o desde sus fundaciones y espacios de poder comunicacional y social manifiestan que NCP no es la que las y los chilenos requieren, fundamentalmente, porque ella no generaría consenso ni representaría a todos y a todas.

El desprecio histórico del pueblo por las elites

Detengámonos en el desprecio de los “decentes”, de las elites de poder y en el poder por el pueblo.

Como he sostenido en otros textos de corte académico[i] las dirigencias políticas que se hicieron cargo del proceso de construcción de los Estados Nacionales y de los regímenes políticos con posterioridad a la guerra de independencia en los distintos países de la región latinoamericana, desde México hasta Argentina, manifestaron una y otra vez el rechazo y desconfianza a la participación de los pueblos en la política republicana. Por décadas los excluyeron de toda participación política directa que no fuera la de servir como “soldados” en las guerras ya civiles o por territorios que las mismas elites de poder protagonizaban en función de sus intereses.

El desprecio de las elites por el pueblo era total. Citemos como ejemplo a Servando Teresa de Mier, un ardiente defensor de la independencia mexicana y latinoamericana, quien, en el Congreso Constituyente de 1823, sostuvo que el “pueblo siempre es victima de los demagogos turbulentos, que la voluntad numérica no puede orientar a la Nación, la voluntad de hombres groseros e ignorantes, cual es la masa general del pueblo, incapaces de entrar en las discusiones de la política, de la economía y del derecho político”.

En su opinión -ampliamente sostenida por todas las elites de poder de la región- “al pueblo se le ha de conducir, no obedecer”. Por eso, sus diputados, los representantes, no somos mandaderos que hemos venido aquí a tanta costa y de tan largas distancias para presentar el billete (sic) de nuestros amos…si los pueblos han escogido a hombres de estudio e integridad para enviarlos a deliberar en un Congreso general sobre sus más caros intereses, es para que acopiando luces en la reunión de tantos sabios, decidamos lo que mejor les convenga, no para que sigamos servilmente los cortos alcances de los provincianos… somos sus árbitros y compromisarios… no sus mandaderos”.[ii]

Durante los más de 200 años de la independencia colonial española, las Repúblicas y naciones latinoamericanas, las elites de poder y en el poder han mantenido la idea de que el pueblo no tiene la facultad ni la capacidad de ejercer directamente el poder soberano. Ello explica la constante postergación de la democracia. Que mejor ejemplo, eran las opiniones del supuesto constructor del Estado en Chile, el mercader Diego Portales, quien sostuvo que “la democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República”. No se requiere la democracia, sino más bien era necesario instalar un gobierno fuerte, o sea, autoritario. En función de esa necesidad, por cierto, las Constituciones debían ser violadas cuando veces sean necesarias.  En esa misma, dirección se ubican los mandatarios del siglo XX y XXI: Arturo Alessandri Palma, Carlos Ibáñez del Campo, Gabriel González Videla, el dictador A. Pinochet, y, por cierto, Ricardo Lagos Escobar y Sebastián Piñera, expresiones de la más rancia tradición autoritaria nacional.

El caso más patético lo representa Ricardo Lagos Escobar, el tercer presidente en la “democracia protegida” diseñada por la derecha autoritaria entre el año 2000-2006. Este notable político opositor a la dictadura de Pinochet asumió el gobierno sosteniendo que era necesario reformar la Constitución Política de 1989 (CP80), y le encargó a su Ministro del Interior José Miguel Insulza consensuar las reformas con el autoritario presidente de la Unión Demócrata Independiente, UDI, defensor de la dictadura y amparador del genocidio popular Pablo Longueira. Entre ambos acordaron las reformas de la CP80, fueron aprobadas por el poder legislativo; sin convocar, por cierto, a una Asamblea Constituyente cómo había sido la demanda de la ciudadanía y popular desde antes que fuera impuesta la CP80.

En su delirio R. Lagos consideró -como lo hemos recordado en otra columna- que las reformas introducidas en la CP80 transformaron esa espuria Carta Magna, en una constitución política democrática. Por el solo hecho de haber sido consensuada entre las elites en el poder y de poder. Por esa razón, ha estado durante 17 años alucinando con esa peregrina idea, sin percibir ni enterarse, que el pueblo, la ciudadanía, siempre ha considerado a la CP80 como un cruel e inhumano dispositivo de dominación instalado por la dictadura y que Lagos y los otres presidentes del período concertacionista y de la derecha han mantenido férreamente, rechazando una y otra vez la posibilidad de cambiarla a través de un acto democrático como sería la realización de una asamblea constituyente. Desde el Aylwin hasta Piñera, la clase política, los y las académicos constitucionalistas defensores del orden, al rechazado la idea con los mismos argumentos de todos sus antecesores desde el siglo XIX y XX: el pueblo no sabe, es cosa de hombres o quizás mujeres, ilustrados y sabios. Al más viejo estilo del “despotismo ilustrado”.

El desprecio y el miedo a las y los “nadie”, al decir, de Eduardo Galeano, por parte de la clase política que se niegan a reconocer y aceptar que en una democracia directa con representación por mandato quiénes mandan no son ellos, sino el pueblo, las ciudadanías, y son ellos los que tienen que obedecer. En esa forma de democracia que ni siquiera esta insinuada en la NCP son los pueblos los que mandan y todas las autoridades políticas deben acatar y someterse a sus mandatos. Si esa forma de democracia fuera posible los sujetos como Lagos y sus amiges simplemente no tendrían espacio. Pues que están superados por la historia.

Solo la soberbia y arrogancia de las “elites de poder” decadentes tanto de la derecha como de la exConcertación les impiden aceptar que un conjunto de hombres y mujeres de distintas y variados saberes: desde el saber de la tierra, de la Machi Francisca Lonconao al saber académico y profesional, hayan osado a escribir una constitución política que en su mezquina opinión no se ajusta a lo que “ellos y ellas” quieren. Y, por eso, levantan su voz, sus dedos, para llamar a las y los ciudadanos a desconocer o relativizar o tergiversar o rechazar lo propuesto. O, solicitan que la ciudadanía Apruebe el “mal texto” constitucional, porque ellos y ellas se encargarán de corregirlo, de enmendarlo y, sobre todo, consensuarlo en el hemiciclo legislativo, Pues, ellos saben hacer bien las cosas.

El consenso político: un dispositivo de poder autoritario

Por eso, el pelucón Ricardo Lagos Escobar invoca en su Carta a un dispositivo político muy propio de la fase de institucionalización de la “democracia protegida” en los años noventa del siglo XX: el consenso. Este ha sido otro mecanismo dispuesto por las elites de poder para lograr el disciplinamiento tanto del bloque histórico dominante como de la ciudadanía. Su uso ha sido reiterado por parte de las elites de poder desde 1836 hasta la actualidad.

Fueron los vencedores de Lircay y luego de la muerte del autoritario Ministro Portales en 1836, especialmente, la política desarrollada por José Joaquín Prieto en su segundo mandato (1836-1841) quien logró recomponer el “consenso político y social”, que la política autoritaria y antiliberal de Portales había quebrado en el periodo anterior (1831-1836)[iii].

A pesar de que el “consenso oligárquico” tuvo quiebres importantes a nivel político y cultural entre 1836 y 1891, para el historiador conservador Gonzalo Vial Correa, este se quebró definitivamente a comienzo del siglo XX, cuando las masas populares y subordinadas dejaron de obedecer a sus “señores”, o sea, a la clase dirigente. Según el exministro de Educación de la Dictadura y uno de los redactores del Libro Blanco como del capítulo del contexto histórico del Informe Rettig, la ruptura del consenso oligárquico provocó nada menos que la “decadencia del alma” y de la sociedad nacional, la cual fue restaurada por la acción de la fuerzas armadas y de orden el 11 de septiembre de 1973.

Para muchos luego de 17 años de dictadura, del triunfo del No en el plebiscito sucesorio de 1988 y la instalación de la democracia protegida desde 1990 hasta el 2019, se había logrado instalar estabilizar y viabilizar el orden político neoliberal a través de un consensuado pacto político entre las elites autoritarias y “democráticas”. Gracias ello, Chile vivía feliz y era un “Oasis”, en palabras de expresidente Piñera.

Aunque la “pax neoliberal” comenzó a agrietarse desde 2006, cuando se da inició al ciclo de impugnación neoliberal con diversos reventones sociales y políticos, el consenso político se quebró en octubre de 2019. La rebelión popular y ciudadana arrasó con la CP80/2005.

El sacrificarla por parte de las elites buscaba restaurar la paz recomponiendo el orden político a través de una nueva constitución política.

Según Lagos y sus amiges la NCP elaborada por la Convención Constitucional no concita el consenso. Pues, ni la actual ni la nueva “suscita consenso”.

En lo que yerra el exmandatario es que ninguna constitución política anteriores: ni la  de 1833, ni la de 1925 ni la de 1980, ni las reformas de 2005, fueron consensuadas por toda la ciudadanía. Fueron impuestas por el poder ejecutivo con el apoyo del poder militar. Tengamos presente que la validez de una constitución depende de que el consenso que la sustenta se traduzca en una aceptación generalizada de las normas que la conforman, como instancias que regulan de manera efectiva las relaciones sociales. Como apoyo a la efectividad de estas normas se recurre a la amenaza de coacción física.

Dicho de otra forma, la experiencia histórica nos indica que las tres Constituciones nacionales que han regido a lo largo de estos últimos 200 años a la sociedad chilena, han sido sostenidas no en un consenso político democrático acordado y pactado entre todos los pueblos que habitan el territorio nacional, sino por el poder de las armas, o sea, por la amenza de coacción física.

La Constitución Política de 1925 que fue aprobada mediante un plebiscito ciudadano con un 54% de abstención con un padrón electoral reducido que no alcanzaba al 10% de la población. No fue acatada ni aceptada por las elites políticas y militares de la época. A tal punto que el Coronel Carlos Ibáñez del Campo, suspendió su aplicación en el año 1927, y fungió como dictador entre ese año y 1931.

Será durante el segundo gobierno autoritario de Arturo Alessandri Palma (1932-1938) quien apoyo y sostuvo la Milicia República, un ejército de 50.000 civiles en armas de acuerdo a los dato que nos proporcionan los historiadores Carlos Maldonado y Verónica Valdivia[iv] pudo conseguir el “consenso político” entre las elites de poder y los actores políticos estratégicos, los partidos, para que la Constitución de 1925 pudiera funcionar. Fue la acción del poder armado fáctico de los civiles que impuso la Constitución y obligó al consenso intraelite y el sometimiento a ella de todos los partidos políticos que la habían rechazado.[v]

Todos sabemos como se impuso y consensuo la Constitución de 1980. El consenso que actualmente propicia Ricardo Lagos no es tan distinto de los practicados a lo largo de la historia de la formación social chilena.

Por esa razón, Lagos y sus amiges se insertan en esa larga tradición chilena y latinoamericana de considerar al pueblo y a las y los ciudadanos comunes como “infantes” que requieren siempre de padres y madres protectores, que le digan que deben hacer y como hacerlo. De lo contrario serán reprimidos o castigados de mil formas o simplemente excluirlos. Y, hacerse cargo de sus destinos. Lagos es el último gran pelucón heredero de Don Mateo Toro y Zambrano y de su peluca. Pero, al mismo tiempo, es el último vestigio del populismo, del líder, del “Patriarca” viviendo sus últimos inviernos.

O, tal vez, el último Mayta de la vieja izquierda revolucionaria latinoamericana de los años sesenta y setenta, años en que Lagos y otres militaban en las filas del socialismo que también a igual que los ilustrados conservadores y liberales se desarrollaron en una fuerte desconfianza hacia el pueblo. Especialmente, las organizaciones políticas que asumieron la teoría de la vanguardia profesada tanto por los partidos como por los movimientos guerrilleros, era la misión, del partido, del núcleo guerrillero o del “líder” guiar con su saber revolucionario a la clase trabajadora o a las masas hacia su emancipación.

La Carta y las palabras expresadas por Ricardo Lagos son la síntesis de todo lo anterior. O, sea, la expresión de un pasado que se extingue. En realidad, diga, lo que diga, No Importa.

Juan Carlos Gómez Leyton(*). Dr. en Ciencias Sociales y Política. Director CIPPSAL
Notas:
[i] Cfr. Juan Carlos Gómez Leyton, La Construcción del orden político posindependencia en ABYA YALA: ¿Un orden político moderno?, CIPPSAL, mayo de 2022.
          Juan Carlos Gómez Leyton, Democracia v/s Autoritarismo en la Política Latinoamericana. Un viejo dilema muy actual, en Revista de Estudos e Pesquisas sobre as Américas, Vol.7, N° 1/2013. Págs. 70-107.
[ii] Citado por Juan Carlos Gómez Leyton, Libertad y Soberanía Popular: razones de una revolución. Ponencia leída en un Coloquio de PROSPAL /Universidad ARCIS, 2008.
[iii] Jorge Núñez Rius, Estado, crisis de hegemonía y guerra, 1830-1941, en Revista Andes, Año IV, N°6, 1987.
[iv] Carlos Maldonado Prieto, La Milicia Republicana. Historia de un Ejército Civil en Chile, 1932-1936. WUS-Chile, 1988.
    Verónica Valdivia Ortiz de Zarate, La Milicia Republicana. Los civiles en armas, 1932-1936. DIBAM/Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 1992.
[v]   Ver el “Capitulo 2 La pax alessandrina: la legitimación de la Constitución Política de 1925” en Juan Carlos Gómez Leyton, La Frontera de la Democracia: el derecho de propiedad en Chile,} 1925-1973, LOM Ediciones, 2004.