Las infancias: el espejo de nuestra sociedad

Compartir

¿Qué se va a encontrar Leila cuando mejore? Un país, una sociedad, un mundo, donde los adultos no son capaces de llamar Iván a Iván; escuelas donde los adultos no se hacen cargo de la responsabilidad que les es delegada; comunidades donde los adultos creen que el color, acento o país de procedencia de otra persona es motivo de burla y humillación; medios de comunicación donde los adultos están un día diciendo que las personas trans son una aberración y luego usando a un menor trans para llenarse los bolsillos; un mundo donde todos esos adultos llaman monstruos a los menores acosadores. ¿Será que Iván tenía razón?

“La Rambaldi”. Madrid. 6/3/2023. Iván y Leila tenían 12 años. Iván y Leila se tiraron por la ventana de un tercer piso. Iván y Leila escribieron cartas de despedida donde hablaban del acoso que sufrían en la escuela. Iván murió. Leila escribió que no quería morir y está luchando por su vida en un hospital. Se tiró por amor a su hermano.

Los periódicos, la televisión y las redes sociales se han llenado de comentarios, opiniones, condenas. En plena polémica por la Ley Trans aprobada en España, que Iván fuera un niño trans le ha venido bien a mucha gente. La mayoría de los medios, incluidos los de “izquierda”, se han referido a Iván como “Alana”, han hablado de “las gemelas”, “la hermana de Leila”…y en esas mismas notas, en esas mismas tertulias, se habla de que Alana era un niño trans, que desde hacia tiempo había pedido en la escuela que lo llamaran por el nombre de Iván. En esas mismas notas, en esas mismas tertulias, se comenta que Iván sintió tanta desesperación de que se burlaran de él, de que lo llamaran “Ivana”, que decidió que era mejor morirse que vivir en una sociedad así.

Imaginemos que Iván hubiera sobrevivido y se despertara en una cama de hospital, su familia echara a llorar, lo abrazaran, le dijeran que no se preocupe, que todo va a estar bien, que la vida va a ser mucho mejor de lo que pensó y cuando estuviera sintiéndose acogido, respaldado, contenido, apoyado, encendiera la tele y viera que le llaman Alana. ¿Qué sentiría Iván? ¿Será que tenía razón?

En paralelo las redes sociales enloquecen. Cada post se llena de comentarios donde se condena a quienes acosaban, se señala a los menores, “monstruos” les dicen, “la culpa es de los padres” jalean, escupen furia de pensar que “esos son el futuro, ¡qué horror!”.
Cada adulto que comenta deja claro que sería incapaz de lastimar a nadie, que posee la verdad, que domina la empatía y, por supuesto, que educa a sus infancias bajo unos niveles morales y humanos nunca vistos por esa sarta de animales acosadores que destrozaron la vida de los gemelos.

Eso sí, nadie sabe los nombres de quienes acosan, no conocemos a ningún padre o madre de esas familias. Son seres malignos que viven en nuestra imaginación y cada quien los dibuja en su mente de la manera que se le antoja, mientras más ajena, mejor. Nosotros nunca seríamos así.

Para variar, en el centro educativo dicen que no tenían ni idea de lo que pasaba. La Consellería de Educación descartó el acoso escolar como motivo del suicidio (luego reculó). Claro, quiénes sino los especialistas educativos, con sus títulos, su experiencia profesional, su adultez, van a saber por qué se suicida un menor, incluso cuando el propio menor escribe una carta de razones antes de saltar desde un tercer piso, ellos saben más. Esas son las personas que están a cargo de las infancias, las que pasan unas siete horas diarias proporcionándoles enseñanza, acompañándoles en el comedor, observándoles en el recreo y que, no se nos olvide, tienen responsabilidad civil sobre los menores. Pero nadie se dio cuenta, como si los menores socializaran a escondidas, se movieran a espaldas del profesorado, anduvieran de puntillas y ningún adulto lo hubiera notado.

Las cartas de despedida hablaban no sólo de agresiones transfóbicas, sino también racistas. Una mujer cercana a la familia declaró que los padres habían hablado con las autoridades docentes, incluso con el Ayuntamiento. Se menciona incluso una mudanza de la familia con la esperanza de que el nuevo destino fuera un lugar seguro para Iván y Leila. Ser de Argentina, tener un acento diferente y no hablar catalán, eran motivos de agresión.
Si nadie se dio cuenta de que había dos menores sufriendo violencia racista, machista y transfóbica, será porque el entorno tiene normalizadas esas actitudes. ¿Qué escuchan esos menores que acosan, en sus casas, en sus barrios, en la tele, en sus celulares? ¿Qué dicen, ven y consumen, esos adultos incapaces de detectar racismos?

Como latina viviendo de este lado del mundo, les puedo contar que estoy agotada de escuchar a los españoles decir, defender y pelear que no son racistas. Se les infla el pecho. Te hablan de su amigo negro, de su profundo deseo de tener una novia caribeña, o de como los verdaderos racistas estamos en Latinoamérica (como si se tratara de una competencia). Que nadie se diera cuenta quiere decir que a nadie le pareció tan grave porque en realidad “en España (o Cataluña) no somos racistas”, “es un chiste”, “que te digan sudaca no es para tanto”, “si quieren vivir aquí que aprendan catalán (rápido y perfecto)”. En los medios la misma historia, el titular es “un niño trans” y el racismo se deja de lado o ni siquiera se menciona. ¿Para qué tocar un tema que -se supone- ya está superado?

¿Qué se va a encontrar Leila cuando mejore? Un país, una sociedad, un mundo, donde los adultos no son capaces de llamar Iván a Iván; escuelas donde los adultos no se hacen cargo de la responsabilidad que les es delegada (incluso en contra de la ley); comunidades donde los adultos creen que el color, acento o país de procedencia de otra persona es motivo de burla y humillación; medios de comunicación donde los adultos están un día diciendo que las personas trans son una aberración y luego usando a un menor trans para llenarse los bolsillos; un mundo donde todos esos adultos llaman monstruos a los menores acosadores.
¿Será que Iván tenía razón?

La constante en nuestra sociedad es la ausencia de autocrítica. Nadie se equivoca, nadie pide disculpas, todos se autodenominan “buenos”, nadie hace nada con “maldad”, al contrario. La autocrítica, el error, incluso la deconstrucción se ven como debilidades, fracasos. Pero brinca que en una sociedad llena de adultos buenos y perfectos, la violencia hacia las infancias aumente y los sucidios e intento de suicidos crezcan exponencialmente. En el 2022 en España, la ONG ANAR atendió más de 2,400 casos por ideación y/o intento de suicidio en menores de edad. Algo estamos haciendo mal. Las infancias sólo replican lo que aprenden. Los adultos tenemos la obligación de revisarnos, de cambiar, de enseñar que el respeto está por encima de todo y nadie tiene que hacer nada para ganarlo.

Le fallamos a Iván, pero Leila nos necesita. Las infancias nos necesitan. Porque detrás de cada niño y niña acosador y acosado, hay dolor, vacío e impotencia. Nuestra responsabilidad es reparar.