La urgencia de un cambio estructural en las relaciones colectivas de trabajo no puede ser soslayada. En primer lugar, es necesario avanzar hacia un modelo de negociación colectiva de carácter sectorial o multinivel. Se requiere garantizar una titularidad sindical fuerte y clara y es indispensable reconstruir el derecho a huelga como un instrumento legítimo de presión y de equilibrio de poder, y no como una anomalía tolerada bajo condiciones restrictivas.
Luis Villazón León. Abogado, Master en Políticas del Trabajo y RR.LL. Santiago. 5/2025. El actual modelo chileno de relaciones laborales constituye una de las expresiones más radicales del neoliberalismo en el derecho del trabajo global. La forma en que se ha estructurado históricamente la acción colectiva de los trabajadores en Chile no sólo responde a una evolución institucional determinada por factores socioeconómicos, sino que es el resultado de un diseño deliberado, profundamente ideológico, que transformó al trabajo en una fuerza aislada, fragmentada y políticamente neutralizada.
Este diseño se consolidó en el Plan Laboral de 1979, impulsado por el entonces ministro del Trabajo José Piñera, en el contexto de la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet. Con una visión abiertamente inspirada en los postulados del neoliberalismo más ortodoxo, dicho plan redefinió las reglas del juego en materia laboral, desplazando el conflicto social fuera del espacio institucional, restringiendo el ejercicio de la huelga y confinando la negociación colectiva y la organización sindical al espacio de la empresa individual. Esta fue, sin duda, una operación jurídica de ingeniería institucional que buscó desarticular el poder político del trabajo y domesticar su potencial transformador y que tuvo su gran expresión durante el gobierno de Salvador Allende.
Hoy, más de cuarenta años después, gran parte de ese andamiaje sigue vigente. Pese a los esfuerzos de reforma impulsados desde la transición democrática en adelante, los cambios introducidos han sido parciales, marginales o han quedado atrapados en los marcos estructurales del modelo original. Esta persistencia ha tenido efectos devastadores no solo en las condiciones materiales del trabajo, sino en la cultura democrática del país.
Uno de los elementos más visibles de esta situación es la fragmentación sindical. En Chile existen actualmente más de 14.000 organizaciones sindicales, pero cerca del 70% de ellas cuenta con menos de 50 afiliados y con una mediana en el sector privado de 43 socios, es decir el 50% de los sindicatos en Chile tiene 43 y menos trabajadores y trabajadoras en sus sindicatos. Es decir, la mayoría de los sindicatos carece de masa crítica para sostener procesos de negociación o representación efectiva. Esta fragmentación no es solamente orgánica (expresada en el número, tamaño y dispersión de los sindicatos), sino también estratégica y de proyecto común: las organizaciones sindicales no solo están aisladas entre sí, sino que muchas veces carecen de objetivos colectivos transversales, articulaciones sectoriales o plataformas políticas que las proyecten más allá del conflicto inmediato.
Esta desarticulación responde directamente al marco legal impuesto por el Plan Laboral, que restringe la titularidad sindical a la empresa y prohíbe, en la práctica, la negociación por rama o sector económico. Como resultado, la cobertura de la negociación colectiva en Chile no supera el 10% de los trabajadores, una cifra muy por debajo del promedio de los países de la OCDE. Y aún más preocupante es que casi la totalidad de esos procesos se desarrollan al interior de la empresa, sin posibilidad de establecer condiciones mínimas generales que sirvan como pisos comunes para sectores enteros.
La debilidad estructural del sindicalismo chileno se traduce, así, en una incapacidad de disputar poder en el plano económico, pero también en una dificultad de incidir políticamente en las grandes decisiones del país. El mundo del trabajo ha sido excluido sistemáticamente del debate sobre el modelo de desarrollo, sobre la distribución de la riqueza, sobre las orientaciones productivas y sociales del Estado. En efecto, lo que se ha producido en Chile es un proceso profundo de despolitización del trabajo: los trabajadores han sido convertidos en sujetos meramente contractuales, aislados unos de otros, sin canales institucionales robustos para construir identidad, conciencia o acción colectiva.
Este fenómeno ha tenido consecuencias culturales profundas. La pérdida de la identidad de clase, el debilitamiento de la solidaridad obrera y la ausencia de estructuras comunes de deliberación y representación han fragmentado no solo a los sindicatos, sino al propio sujeto social del trabajo. Ya no se trata solo de un déficit organizativo, sino de una crisis de proyecto histórico. El trabajo, en Chile, ha dejado de ser un espacio desde donde se proyectan alternativas políticas, ideológicas y sociales; se lo ha reducido a un hecho técnico, productivo, administrado, subordinado a las lógicas del mercado.
Frente a este diagnóstico, la urgencia de un cambio estructural en las relaciones colectivas de trabajo no puede ser soslayada. En primer lugar, es necesario avanzar hacia un modelo de negociación colectiva de carácter sectorial o multinivel, que permita construir pisos de derechos comunes para todos los trabajadores de una misma actividad económica, independientemente del empleador particular. Esta modalidad, ampliamente adoptada en Europa continental -como en los casos de España, Italia, Alemania o los países nórdicos-, no solo fortalece el poder sindical, sino que promueve la equidad, evita la competencia laboral a la baja y permite establecer pactos sociales estables entre capital y trabajo.
En segundo lugar, se requiere garantizar una titularidad sindical fuerte y clara, que permita a los sindicatos representar efectivamente a los trabajadores sin trabas formales, administrativas ni represalias. En Chile, los actos antisindicales siguen siendo una práctica extendida, muchas veces tolerada o invisibilizada por la debilidad de los mecanismos de fiscalización y sanción.
En tercer lugar, es indispensable reconstruir el derecho a huelga como un instrumento legítimo de presión y de equilibrio de poder, y no como una anomalía tolerada bajo condiciones restrictivas. La huelga no puede ser concebida como una excepción reglada del contrato individual de trabajo, sino como una manifestación fundamental del conflicto social y del ejercicio democrático del disenso. Tal como ha señalado la OIT, el derecho de huelga es inseparable del principio de libertad sindical y del derecho a la negociación colectiva efectiva.
Pero más allá de las reformas jurídicas puntuales, se trata de repolitizar el mundo del trabajo. Reconocer que las relaciones laborales no son meramente contractuales, sino sociales y políticas. Que el trabajo no es solo una transacción económica, sino un espacio de reproducción de poder, desigualdad y, por tanto, de resistencia y transformación. Y que los sindicatos -lejos de ser obstáculos para la eficiencia- son garantes fundamentales de la democracia, la justicia social y la cohesión colectiva.
El caso chileno demuestra, en forma paradigmática, cómo el derecho puede ser utilizado no sólo para garantizar derechos, sino también para neutralizar sujetos. La arquitectura institucional del trabajo ha sido, en Chile, una herramienta de exclusión y de dominación. Por ello, transformarla implica también transformar el tipo de democracia que queremos construir. Una democracia que no se agota en el voto, sino que se extiende al lugar donde se produce la riqueza, donde se gestiona la vida cotidiana y donde se experimenta la desigualdad en su forma más tangible: el trabajo.
En ese sentido, el derecho del trabajo no puede reducirse a una técnica neutral. Debe ser asumido, como bien ha sostenido Antonio Baylos y otros juristas críticos, como un campo de lucha, de producción normativa y simbólica desde donde se disputan los sentidos de justicia, ciudadanía y dignidad. Chile se enfrenta hoy a la posibilidad -y a la responsabilidad- de reconstruir su institucionalidad laboral sobre nuevas bases: democráticas, participativas y solidarias. No hacerlo, es perpetuar un modelo que ha hecho del trabajo un lugar de subordinación sin voz. Cambiarlo, en cambio, es recuperar la palabra del trabajo como voz colectiva y transformadora.