Lo que escandaliza no es solo el horror de aquellos tres días, sino su continuidad estructural. Ayer fueron los callejones de Shatila; hoy es Gaza entera sometida a un asedio de altísima letalidad, con la Corte Internacional de Justicia dictando medidas cautelares para prevenir el genocidio y ordenando a Israel asegurar la entrada de ayuda y proteger a la población civil. ¿Se cumplieron? A juzgar por los informes humanitarios y los cuerpos bajo escombros, la respuesta es evidente. La legalidad internacional habla; el poder y el capital transnacional, con la ayuda de los medios de comunicación hegemónicos, la silencian.
Daniel Jadue. Arquitecto y Sociólogo. Santiago. 19/9/2025. Cada septiembre, el calendario nos pone frente a una herida que no cicatriza: Sabra y Shatila. Entre el 16 y el 18 de 1982, miles de refugiados palestinos y libaneses fueron masacrados por milicias falangistas cristianas, bajo cerco y protección militar israelí en Beirut Oeste, ante la mirada cómplice de las potencias occidentales y los gobiernos árabes reaccionaron, que ayer como hoy aseguraron a los criminales inmunidad e impunidad.
No es un debate semántico: la Comisión Kahan del propio Estado sionista estableció responsabilidades “indirectas” de su cúpula, que le costaron el cargo al entonces ministro de Defensa, Ariel Sharon, mientras la Asamblea General de la ONU condenó la matanza y la declaró acto de genocidio. La historia está escrita con nombres, fechas y firmas; lo que falta, hasta hoy, es justicia.
Lo que escandaliza no es solo el horror de aquellos tres días, sino su continuidad estructural. Ayer fueron los callejones de Shatila; hoy es Gaza entera sometida a un asedio de altísima letalidad, con la Corte Internacional de Justicia dictando medidas cautelares para prevenir el genocidio y ordenando a Israel asegurar la entrada de ayuda y proteger a la población civil. ¿Se cumplieron? A juzgar por los informes humanitarios y los cuerpos bajo escombros, la respuesta es evidente. La legalidad internacional habla; el poder y el capital transnacional, con la ayuda de los medios de comunicación hegemónicos, la silencian.
Mientras tanto, la “comunidad internacional” administra la indignación como si fuera un recurso escaso. Ayer escuchamos excusas para minimizar Sabra y Shatila; hoy vemos vetos para bloquear un alto al fuego inmediato y permanente en Gaza, aun cuando 14 de 15 miembros del Consejo de Seguridad votan a favor. Seis veces ha caído el mismo veto en esta guerra. ¿Cómo se llama eso? Coautoría política de la impunidad. Fanon lo anticipó: el colonialismo no solo dispara; también legisla su propia absolución.
Que nadie se confunda: aquí no hay “excesos” de un aliado que se “defiende mal”. Hay un régimen colonial que desde hace décadas necesita despojo, desplazamiento y disciplinamiento colectivo para sostener su arquitectura de dominación. Edward Said llamó a decir la verdad al poder; hoy la verdad es incómoda para Washington y para varias capitales europeas que aman los derechos humanos…cuando no cuestionan sus intereses. La hipocresía se vuelve doctrina cuando la vida palestina vale menos que los contratos de armas y la “estabilidad” de un orden que se derrumba.
Y sí, también corresponde hablar del mundo árabe oficial. Mientras Gaza resiste, hay gobiernos que aceleraron la normalización con Israel bajo el sello brillante de los Acuerdos de Abraham, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Marruecos, que de paso no hay que olvidar que comete los mismos crímenes que Israel en el Sahara, y otros que hacen cálculos finos entre gas, puertos y alianzas militares. No hay retórica que oculte el hecho: normalizar en medio de un genocidio en curso equivale a poner la firma al pie de la impunidad. Aquellos que callan, o se escudan en la diplomacia de salón, son parte del problema y nunca serán parte de la solución.
La memoria de Sabra y Shatila no pide lágrimas, pide consecuencia. Rosa Luxemburgo lo dijo sin rodeos: sin horizonte estratégico, la táctica termina administrando el presente. ¿Cuál es nuestro horizonte? Que el derecho deje de ser pancarta y se vuelva práctica: ruptura de relaciones diplomáticas y suspensión de cooperación militar y tecnológica con el Estado genocida; sanciones efectivas; apoyo activo a las causas ante la CPI y la CIJ; y un fortalecimiento real del BDS desde gobiernos, parlamentos, universidades y ciudades. En América Latina, donde sabemos de dictaduras y memoria, eso se llama coherencia.
A los que nos acusan de “dureza”, les respondo con Martí: “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”. Pero las ideas, si no se organizan, se vuelven consuelo. La solidaridad material con Gaza, el apoyo a los refugiados, la presión diplomática y económica sostenida, son el puente entre la memoria y la acción. El resto es declamación vacía.
Sabra y Shatila fueron una masacre. Gaza hoy es un genocidio que interpela al mundo entero. Entre ambas corre un hilo que se llama impunidad y que se teje con silencios, vetos y negocios. Romper ese hilo es una tarea histórica de los pueblos y de los gobiernos que se digan democráticos. Porque si ayer callamos frente a Shatila, hoy aceptaremos que una férrea minoría con poder de veto decida quién vive y quién muere. Y ese mundo, el que normaliza la barbarie, no es el nuestro.
La memoria no negocia: acusa. Y nos convoca a tomar partido, sin eufemismos, por la vida digna del pueblo palestino y por un orden internacional que deje de ser un decorado para la fuerza. Esa es la lección de septiembre. Esa es la deuda que tenemos desde 1982. Y esa es, también, la promesa que hoy debemos honrar.