Reforma educativa en el nuevo gobierno

Compartir

Mientras no se deje atrás la concepción según la cual el Estado debe hacerse a un lado y delegar la responsabilidad de nuestra educación nacional a los privados -sean estos familias, bancos, instituciones o individuos- y sólo hacerse cargo del establecimiento de los estándares educativos, la evaluación y luego las sanciones a quienes no los alcanzan, difícilmente se podrá avanzar más. 

Hernán González. Profesor. Valparaíso. Sin duda, el período que se abre con la elección de Jeannette Jara como abanderada de la izquierda y del centro en la primaria oficialista, va a ser uno de grandes contradicciones que provienen de las tareas políticas que implica. La diferencia con la que ganó tiene un significado muy especial y que sólo los miopes o los porfiados no entienden o simplemente no se atreven a admitir aún, luego de superada la sorpresa, pero que lenta aunque inexorablemente va a definirlas.

Una de ellas, poco presente en el debate presidencial hasta ahora, es lo que se va a hacer en educación durante la próxima administración, como si ya no fuera necesario.

La derecha solamente repite su viejo estribillo de evaluar hasta el sadismo a las comunidades educativas; y vagas promesas de invertir en educación inicial, lo que niega en el resto del sistema. Un pretexto para crear un nuevo mercado, sin referirse a sus formas de administración, financiamiento, las condiciones laborales de sus trabajadores y trabajadoras ni condiciones de enseñanza.

Por eso seguramente no dicen ni una sola palabra acerca del sentido de la educación: el rol del Estado y las formas de financiarla, excepto golpes en el pecho y una letanía de buenas intenciones.

Partamos por lo más elemental y evidente. El actual sistema de financiamiento por asistencia de los y las estudiantes -una especie de voucher a la chilena- es un total fracaso. Este sistema de financiamiento no solamente ha sido un desastre para el sistema público de educación escolar, sino que hasta ha resultado en un despilfarro mayor de recursos fiscales que se pierden en un laberinto de prestadores -incluidos los bancos en el caso de la educación superior-, burocracia y agencias externas que reemplazan funciones propias del Ministerio de Educación, el CPEIP y hasta las mismas escuelas y liceos. Fundamentalmente, en materia técnico pedagógica.

También en asistencialidad escolar, es decir, las ayudas que el Estado entrega a los estudiantes y sus familias, además reducidas al mínimo, focalización del gasto mediante, y que en muchos casos se despilfarra en prestadores de un servicio caro y de mala calidad.

Es innegable que no se trata solamente de aumentar los montos, medido de la manera que se escoja, sino de cambiar además la manera de hacerlo.

Respecto del sentido de la educación, la crisis a la que ha arrastrado el neoliberalismo a la Humanidad no deja espacio a dudas y opiniones acerca de la necesidad de enfrentarla. Una crisis que abarca varias dimensiones: política, social y ambiental especialmente. Pero mientras se siga pensando que el esfuerzo principal es la adaptación del ser humano a dichas circunstancias que son independientes de sus aspiraciones y voluntad, vamos a seguir de tumbo en tumbo.

Ciertamente, la manera de evaluarla es parte del problema. Las formas actuales de hacerlo, han modelado finalmente el currículo dictaminando que sólo aquello que se mide -o bajo cierto punto de vista puede medirse y clasificarse- tiene importancia y es digno de aprenderse. Eso, cuando la evaluación educacional es una manera de juzgar lo que se aprende, que es lo que menos hacen los sistemas de evaluación actual que se dedican pura y simplemente a ser un checklist sobre contenidos y objetivos educacionales cubiertos.

Se requiere un giro radical en el que la imaginación y la crítica guíen los aprendizajes de niños, niñas y jóvenes; la construcción de conocimientos y valores culturales por parte de las comunidades educativas -y no sólo su repetición- para lo que se debe relevar el lugar de las artes y las humanidades, como formas de pensamiento acerca de su sentido, de los valores que deben inspirarlos, juzgarlos y luego legitimarlos socialmente.

No es sólo el SIMCE. Este es simplemente el destilado de esta concepción educativa. No se saca nada con eliminarlo si no se modifica esta nefasta cultura de positivismo educativo, que prepara las mentes de niños y jóvenes para aceptar charlatanismo y violencia sin someterlos a crítica detrás de una apariencia de cientificidad y pseudo estética.

Un lugar especial en este empeño por poner a nuestra educación nacional a la altura de los desafíos que implica el nuevo ciclo histórico, tiene que ver con el uso del tiempo en la escuela. Eso quiere decir resignificar la Jornada Escolar Completa, que junto con un currículo sobrecargado de contenidos de aprendizaje y evaluaciones, se ha transformado en encierro y control. Más tiempo para desarrollar proyectos científicos y ambientales; literarios y artísticos; de relación con el entorno social y comunitario y menos preparación para las pruebas y evaluaciones.

Hay experiencia acumulada y reformas que tienden a cambiar el sistema pero que no alcanzan a hacerlo definitivamente. Esto, desde la Revolución Pingüina, al movimiento del 2011, la Ley de Inclusión, Nueva Educación Pública, Gratuidad; Sistema Nacional de Desarrollo Profesional Docente, hasta el reconocimiento de la deuda histórica y el FES. Pero mientras no se deje atrás la concepción según la cual el Estado debe hacerse a un lado y delegar la responsabilidad de nuestra educación nacional a los privados -sean estos familias, bancos, instituciones o individuos- y sólo hacerse cargo del establecimiento de los estándares educativos, la evaluación y luego las sanciones a quienes no los alcanzan, difícilmente se podrá avanzar más.

El triunfo de Jeannette Jara y la coalición de centroizquierda que la respalda en las próximas elecciones, es una oportunidad para hacerlo.