Álvaro Ramis indica que con estos comicios cambió el clivaje de la política chilena y enfatiza que “el mapa que conocimos en la transición terminó de fracturarse”. Abunda: “Ya no estamos en la distribución clásica de los 90, hoy el escenario es más multipolar, más volátil”. Acerca de la afirmación de que Chile “se derechizó”, señala que “es más exacto decir que la gente votó desde el temor, no desde la doctrina”. Advierte que “el ciclo político muestra que ningún proyecto democrático podrá sostenerse sin una alianza amplia que convoque desde el humanismo cristiano hasta la izquierda transformadora”. Durante toda la campaña se habló mucho de que las y los candidatos debían moverse “al centro”, se insistió en la gravitación de “un centro político”; consultado sobre la existencia o no como sector político, el también teólogo apunta que “el ‘centro’ como identidad ideológica nítida es casi una ficción”. En entrevista, el académico fija los desafíos de Chile el 2026.

Hugo Guzmán. Periodista. “El Siglo”. Santiago. 21/11/2025. ¿Cambió el clivaje de la política chilena con los resultados del domingo pasado?
Sí, el clivaje cambió, pero no en el sentido simplista de un eje izquierda-derecha tradicional. Lo que se está rearticulando es una fractura entre autoritarismo y democracia, entre quienes están dispuestos a relativizar las garantías institucionales y quienes las consideran límites civilizatorios. Ese clivaje emergió con fuerza desde el proceso constitucional, pero ahora se expresa electoralmente. La elección mostró que la ciudadanía está priorizando orden, seguridad y certezas, aunque muchas veces las busque en respuestas que no garantizan un horizonte democrático estable. No es un giro ideológico clásico, es un reacomodo desde el miedo y la incertidumbre.
¿En esa línea, estamos ante otro mapa político con otras hegemonías?
Sin duda. El mapa que conocimos en la transición terminó de fracturarse. Hay tres fuerzas que reordenan el campo: Republicanos, como un polo identitario fuerte, muy disciplinado, que articula un discurso nítido, aunque radical, y que hoy es capaz de disputar hegemonía; el fenómeno Franco Parisi, que expresa un voto antiinstitucional, líquido, desconfiado, que no se moviliza por estructuras partidarias sino por malestares inmediatos; un campo progresista que se mantiene con un Partido Comunista estable y una alianza socialdemócrata debilitada pero aún articulada. “Chile Vamos” vive un desgaste prolongado y la Democracia Cristiana mantiene un rol menor, pero no irrelevante en gobernabilidad futura. Ya no estamos en la distribución clásica de los 90, hoy el escenario es más multipolar, más volátil y más dependiente de liderazgos que de partidos.
¿El país se derechizó?
No en términos ideológicos profundos. Lo que ocurrió es que se “ordenizó”. Una parte importante de la ciudadanía prioriza seguridad, eficiencia del Estado y respuestas rápidas frente al deterioro social. La derecha logra capitalizar ese sentimiento, pero eso no significa que el país haya abrazado un programa económico o social de derecha dura. Es más exacto decir que la gente votó desde el temor, no desde la doctrina. Ese voto es contingente, no estructural.
¿Hay riesgo de que Chile entre al eje de extrema derecha internacional si José Antonio Kast gana?
Sí, el riesgo es evidente. Kast ha manifestado afinidades con experiencias que combinan ultraconservadurismo, presidencialismo plebiscitario y debilitamiento de los contrapesos. Es el patrón de Bukele, Trump, Orbán y Milei, liderazgos personalistas que reinterpretan la democracia como un mandato ilimitado. No es inevitable, pero Chile podría quedar alineado con ese bloque si no se establecen diques institucionales, una ciudadanía vigilante y fuerzas políticas capaces de acordar mínimos democráticos. La comparación no es exagerada, los vasos comunicantes ya existen.
¿Debe perdurar la alianza socialdemócrata, democristiana, progresista, de izquierda e independientes?
Sí, y más aún, debe profundizarse. El ciclo político muestra que ningún proyecto democrático podrá sostenerse sin una alianza amplia que convoque desde el humanismo cristiano hasta la izquierda transformadora. Esa convergencia no es táctica, es estratégica. El país necesita una centralidad democrática, no un “centro político” abstracto, sino una coalición que defienda Estado social, derechos, reformas responsables y sustentabilidad fiscal. Pase lo que pase en segunda vuelta, esa alianza debe mantenerse como piso y perspectiva.
¿Aún considerando aquello, se abrirá una disputa de hegemonía en el campo de la centroizquierda e izquierda?
Es probable y en parte saludable. La ausencia de un centro claro no implica desaparición del progresismo. Lo que veremos es una redefinición de liderazgos y de proyectos dentro de ese campo. El desafío es que esa disputa no se transforme en fratricidio. La izquierda y la centroizquierda tienen hoy la responsabilidad de ofrecer un relato de futuro, no solo de resistencia. La hegemonía progresista del próximo ciclo no surgirá de partidos por sí mismos, sino del vínculo con demandas sociales concretas: cuidados, seguridad humana, pensiones, empleo, hábitat.
¿En todo este contexto y considerando los resultados electorales, existe realmente el centro político o es una invención conceptual?
El “centro” como identidad ideológica nítida es casi una ficción. Lo que existe es una sensibilidad moderada, que combina valores conservadores en lo social y progresivos en lo económico, o viceversa. Ese electorado existe, pero no forma un proyecto político por sí mismo. En Chile, el centro político funcionó cuando estaba anclado en instituciones y partidos fuertes, como la DC, el Partido Por la Democracia o sectores del Partido Socialista. Pero hoy el centro es más un lugar de tránsito que un domicilio estable. Lo que sí existe -y es decisivo- es la centralidad democrática, que es distinta, que es el acuerdo sobre límites y reglas del juego.
¿Con tantas cuentas y análisis de los partidos pos elecciones, dónde queda la sociedad civil en este panorama? ¿Se repite el divorcio entre política y sociedad?
El divorcio no es inevitable, pero sí está latente. Cada vez que reducimos política a pactos de élites y cálculos electorales, la sociedad civil queda desplazada. Las organizaciones sociales, territoriales, ambientales, feministas, culturales, sindicales, estudiantiles no han desaparecido, lo que ocurre es que el sistema político no logra traducir sus demandas en políticas públicas. La clave es volver a institucionalizar la participación, permitir que la sociedad civil incida en agendas, presupuestos, prioridades. Si no se hace, la política seguirá pareciendo un teatro cerrado. Y Chile no soporta otro ciclo de desconexión profunda sin que eso se exprese en estallidos o en populismos antisistémicos.
¿Cuáles serán los desafíos-país en 2026?
Tres grandes nudos. Seguridad integral: combinar combate al crimen organizado con políticas sociales y urbanas que reduzcan vulnerabilidad. No basta el enfoque punitivo. Dos, Estado social efectivo, no sólo garantizado en el discurso, sino financiado, coordinado y con resultados visibles en salud, cuidados, pensiones y vivienda. Y tres, reactivación sostenible, una economía que incorpore innovación, energía limpia, reindustrialización verde y valor agregado. No podemos seguir anclados en el extractivismo puro. A todo eso se suma un desafío político superior, que es recomponer la confianza democrática. Sin cohesión institucional y social, ningún programa económico o social será viable.