Sirve para defender derechos laborales, sí. Pero también sirve para construir comunidad, articular sujetos colectivos, disputar el orden económico y político vigente y defender la democracia frente a quienes quieren vaciarla desde dentro.
Luis Villazon León. Master en Políticas del Trabajo y RRLL. Santiago. 6/2025. En tiempos donde resurgen proyectos autoritarios que buscan desmantelar las conquistas sociales bajo una pantalla institucional -como lo estamos viendo en Estados Unidos, países de Europa e incluso en América Latina- la pregunta planteada por el jurista español Antonio Baylos en su libro “¿Para qué sirve un sindicato?” adquiere una relevancia que va mucho más allá de los propios actores laborales.
Para Baylos, el sindicato no es un accesorio del sistema democrático ni una estructura obsoleta. Es, por el contrario, la forma organizada mediante la cual los trabajadores pueden pasar del aislamiento individual a la acción colectiva. El sindicato, dice, transforma el trabajo subordinado en una fuerza política, en una comunidad capaz de disputar sentido, derechos y poder al capital.
Esta mirada encuentra resonancia en las palabras del fundador del movimiento obrero chileno, Luis Emilio Recabarren, quien ya a comienzos del siglo XX advertía que el sindicato es la escuela práctica de la solidaridad, de la defensa de los intereses comunes y del aprendizaje para gobernarse a sí mismos. Todo en un contexto de maduración de la organización sindical. Para Recabarren, el sindicato no era solo un medio de resistencia económica, sino un pilar en la construcción de conciencia y organización obrera con proyección transformadora.
En Chile, esta afirmación resuena con fuerza. Heredamos un modelo de relaciones laborales diseñado por la dictadura, que fragmentó a la clase trabajadora, restringió el derecho a huelga y redujo la negociación colectiva al nivel de la empresa. A más de 34 años del fin formal de ese régimen, sus bases siguen vigentes, naturalizadas incluso por amplios sectores políticos.
Pero algo está cambiando. Las recientes elecciones de la CUT marcan un punto de inflexión. Por primera vez en años, se vivió un proceso más abierto, con mayor participación y la incorporación de sectores históricamente excluidos de la agenda sindical: trabajadores de la salud privada, del gremio de enfermeros y enfermeras, trabajadores de plataformas digitales, por mencionar algunos.
Esta apertura rompe con una lógica de encapsulamiento burocrático que durante años pareció desmovilizar y aislar a la Central de los conflictos reales del trabajo contemporáneo. La recuperación de sectores sindicales críticos del pasado, junto con la inclusión de nuevos actores emergentes, muestra que el sindicalismo chileno está comenzando a reaccionar, a volver a levantar la cabeza frente a décadas de despolitización inducida.
No es un proceso espontáneo. En 2014, bajo la presidencia de Bárbara Figueroa, la CUT inició un proceso conocido como autoreforma sindical, que buscaba justamente democratizar su estructura, ampliar su base y enfrentar su desconexión con la clase trabajadora real.
Este giro es crucial. Porque como advierte Baylos, el sindicato no solo debe luchar por derechos económicos. También debe ser una barrera de contención frente al neofascismo. Hoy asistimos al crecimiento de fuerzas que desprecian los derechos humanos, promueven el odio, niegan la historia y buscan debilitar toda forma de organización social.
El fascismo contemporáneo ya no necesita uniformes ni golpes militares. Llega por las urnas, se instala en el Estado, y desde ahí erosiona las instituciones democráticas y los derechos conquistados por décadas de luchas sociales.
La historia nos recuerda que estos retrocesos no son abstractos. Hace exactamente un siglo, el 5 de junio de 1925 en la salitrera La Coruña, en la región de Tarapacá, cerca de 2000 trabajadores organizados fueron masacrados por exigir condiciones mínimas de dignidad. Esa tragedia, profundamente política y social, ocurrió en un contexto de miedo empresarial al poder colectivo de los trabajadores. La masacre de La Coruña fue una advertencia brutal: cuando el poder económico y político se siente amenazado por la organización de la clase trabajadora, responde con violencia.
Por ello, el sindicato no puede permanecer en silencio. Debe levantar la voz, organizar a los y las trabajadoras, generar alianzas con otros movimientos sociales y disputar el sentido común. Debe convertirse en una fuerza política con raíz democrática, capaz de enfrentar no solo las consecuencias del modelo económico, sino también sus fundamentos autoritarios.
Chile no está exento de este fenómeno. La ofensiva antisindical, los discursos negacionistas del golpe de Estado de 1973, el desprecio a los pueblos originarios, el racismo contra la migración trabajadora y el avance de grupos conservadores que ven al feminismo o al sindicalismo como amenazas son expresiones de esa lógica.
Entonces, ¿para qué sirve un sindicato? Sirve para defender derechos laborales, sí. Pero también sirve para construir comunidad, articular sujetos colectivos, disputar el orden económico y político vigente y defender la democracia frente a quienes quieren vaciarla desde dentro.
La CUT tiene hoy una oportunidad histórica. Si logra consolidar sus procesos de democratización interna, abrirse a los sectores de trabajadores que son los más golpeados por el sistema y que no están organizados levantando una agenda política transformadora como lo ha venido haciendo a propósito de su demanda por negociación colectiva ramal y salario vital, puede ser un actor decisivo en la vida nacional.
Porque la historia futura no está escrita. Y frente al avance de los reaccionarios, el silencio no es una opción. La organización sindical, viva y presente, sigue siendo una herramienta imprescindible para avanzar hacia un Chile más justo, más digno y democrático.