Resulta preocupante que algunos políticos nacionales estén orientando el debate hacia una práctica inoficiosa como la de El Salvador en materia criminal. Lo anterior es preocupante porque sus resultados pueden ser catastróficos y aún peores para la capacidad de controlar la violencia que tenga el Estado chileno.
Sharun Uttamchandani. Cientista Político. 12/2024. La figura del controvertido empresario devenido en Presidente de El Salvador se ha transformado en un punto de interés, ya sea por la adhesión a sus medidas o por la animadversión que produce su gestión en otras personas. Tanto ha sido así, que la última entrega de la Encuesta Cadem (de un universo de 700 casos contactados por vía telefónica) arrojó que un 81% califica a Nayib Bukele con notas positivas. Al mismo tiempo, hemos sido testigos de militantes Republicanos como José Antonio Kast y Arturo Squella haciendo gala y alabando aquello que han llamado el “método Bukele” o, para peor, el “modelo Bukele”.
Cabe preguntarse, en primer lugar, ¿qué es el modelo Bukele?
Para responder a esta interrogante hay que mirar cuál es la composición de la gestión securitaria de Nayib Bukele: 1) militarización de la gestión policial, 2) un extremo refuerzo carcelario y 3) la instalación del fin de la historia en materia preventiva. En el esquema anterior, es protagónica la figura mesiánica de un presidente que se posiciona como la única solución, justificando una receta derechamente autoritaria. En este “modelo”, el autoritarismo es la condición sine qua non para la gestión efectiva de los planes de Bukele.
Esto se termina materializando en un sinfín de episodios de violaciones a los derechos humanos, libertad de prensa, fin a la independencia de los poderes del estado -sobre todo pensando en la cooptación del Poder Judicial, que ha servido para una serie de detenciones irregulares de personas-, y en las más de 29 prórrogas que el estado de excepción constitucional ha tenido. Es decir, durante más de dos años Nayib Bukele ha gobernado en un régimen de excepción que ha llevado al encarcelamiento de más de 83.000 personas, de las cuales (el mismo Bukele reconoce) el 10% (8.000 presos) resultaron ser inocentes de los delitos imputados.
Otra pregunta relevante: ¿Son los 8.000 inocentes encarcelados, el extendido autoritarismo y la persecución a la oposición política los únicos costos a pagar por un país más seguro?
La experiencia internacional nos ayuda a entender que la militarización de la seguridad pública no solo es una medida sin evidencias claras de efectividad, sino que allí donde ha sido aplicada ha traído consecuencias negativas para la gestión del fenómeno delictual. Aunque, en general, la mano dura o tolerancia cero no ha sido la causa directa de la sofisticación criminal de las bandas, la militarización de la estrategia pública ha significado el agravamiento de la violencia, al menos en el mediano y largo plazo, complejizando el entramado delictual y fortaleciendo las capacidades de los delincuentes. El mejor ejemplo es la gran organización criminal brasileña llamada “Primeiro Comando da Capital” (“Primer Comando de la Capital”, o PCC). El PCC no solo se ha convertido en uno de los grupos de crimen organizado de alcance internacional con mayor poderío, sino que su surgimiento encuentra directa relación con el uso de la militarización y la violencia como método para enfrentarse con estos grupos. En definitiva, la violencia armada del Estado alimentó la fortaleza de las organizaciones criminales en la medida en que estas desarrollaron una compleja gobernanza criminal que controla territorios, pero que también ofrece un nivel de defensa contra la acción del Estado. Otros sobrados ejemplos de esta realidad son los casos de Colombia y Ecuador, donde se ha apreciado que los resultados solo conducen a alimentar el poderío y las capacidades de las organizaciones criminales.
Además de ser, por lo dicho anteriormente, una receta perjudicial para la gestión de la seguridad pública de cualquier país, el “modelo” Bukele no logra ser un modelo, porque no tiene ninguna compatibilidad con otro país que no sea El Salvador. El cientista político José Miguel Cruz ha estudiado en detención el crimen organizado en América Latina, y sobre todo en los países que más violencia criminal han demostrado en Centroamérica. De entrada, el investigador ha presentado antecedentes cruciales para determinar la incapacidad de ser una estrategia escalable. En primer lugar, el tamaño de El Salvador es de 21.040, pudiendo caber casi 36 veces dentro del territorio de Chile. En segundo lugar, este país cuenta con una población cercana a los 6.000.000 de personas. De esta población, 80.000 se encuentran encarceladas, es decir, cerca del 1%. Sí, según el Banco Mundial, la proyección de la población de Chile al 2023 es de 19.600.000; el encarcelamiento del 1% supondría aumentar la población a casi 200.000 personas, lo que desde ya agravaría la crisis carcelaria chilena. Muestra de esta no escalabilidad del “modelo” es que este tipo de políticas no ha logrado tener éxito en sus intentos de implementación en un país vecino como Honduras.
Sin embargo, la incompatibilidad de la gestión de Bukele no solo está asociada con las condiciones específicas de un pequeño país como El Salvador, sino que tiene que ver también con que la naturaleza pandillera de las “maras” salvadoreñas no alcanza un nivel del fenómeno transnacional de las bandas que han llegado a operar en otros países de la región. Al mismo tiempo, la naturaleza de la actividad ocupacional ilegal de las maras no es multipropósito como sí lo son otras bandas criminales; estas pandillas están principalmente dedicadas a la extorsión y otras fórmulas de dominio territorial. Se puede decir, por lo demás, que las maras constituyen un fenómeno propio de la zona norte de Centroamérica, cuyos orígenes responden a los flujos migratorios pretéritos hacia Estados Unidos.
Sumando otro antecedente más, estas recetas sólo han logrado evidenciar una cosa: el fortalecimiento de la organización criminal, sobre todo en casos -como El Salvador- donde el líder político se ha sentado a negociar con el líder de la pandilla, reconociéndolo como un actor válido e interlocutor para conversar. Resulta preocupante, por lo tanto, que algunos políticos nacionales estén orientando el debate hacia una práctica inoficiosa como la de El Salvador en materia criminal. Lo anterior es preocupante porque sus resultados pueden ser catastróficos y aún peores para la capacidad de controlar la violencia que tenga el Estado chileno.