La conexión infame se hace palpable en la figura de Mario Vargas. Este individuo no es, ni remotamente, un actor secundario: está directamente vinculado a la red de pagos ilícitos de la “Muñeca Bielorrusa” y funge como defensor de Hermosilla, el gran articulador de la podredumbre oligárquica. Sin embargo, su papel más significativo es su rol de querellante contra Daniel Jadue en el Caso Farmacias Populares. El mensaje de la élite no podría ser más descarado: los mismos gestores de la corrupción en la cúspide judicial se transforman en los verdugos de la Fiscalía para atacar al líder del Partido Comunista. Esta doble función del operador Vargas revela la profunda y cínica articulación de la clase dominante para sacar de combate al adversario político.
Jean Flores Quintana. Analista. Santiago. 11/11/2025. La ignominiosa crisis que ha destapado la “Muñeca Bielorrusa” y la siniestra red de Luis Hermosilla ya no admite el eufemismo. Lo que la oligarquía pretende disfrazar como “casos aislados de corrupción” es, en esencia, la verdad desnuda del régimen: la justicia en Chile es el aparato ideológico del Estado al servicio del capital. Esta estructura de dominación ha utilizado el tráfico de influencias y la mercenaria disposición al soborno judicial para consolidar los privilegios de una clase y, simultáneamente, para lanzar sus más sucias ofensivas contra los referentes de las fuerzas populares. El lawfare contra el compañero Daniel Jadue se inscribe precisamente en este mecanismo de guerra.
El caso que involucra a la exministra suprema, Ángela Vivanco, y a su cónyuge, Gonzalo Migueles, es un hito deleznable en la exhibición de la putrefacción institucional. Hablamos de una red que, sin el menor pudor, logró torcer un fallo del máximo tribunal para favorecer a la empresa Belaz Movitec SpA, drenando 17.000 millones de pesos del patrimonio estatal, el tesoro de todos los chilenos. El pago de sobornos que ascienden a 70 millones de pesos a la pareja, bajo el burdo disfraz de “honorarios”, confirma que la cúpula judicial opera como un feudo al servicio de la burguesía financiera. Esta clase dominante usa a operadores clave como Hermosilla y Vivanco para corromper la ley y, así, asegurar su impunidad total ante el despojo sistémico.
La conexión infame se hace palpable en la figura de Mario Vargas. Este individuo no es, ni remotamente, un actor secundario: está directamente vinculado a la red de pagos ilícitos de la “Muñeca Bielorrusa” y funge como defensor de Hermosilla, el gran articulador de la podredumbre oligárquica. Sin embargo, su papel más significativo es su rol de querellante contra Daniel Jadue en el Caso Farmacias Populares. El mensaje de la élite no podría ser más descarado: los mismos gestores de la corrupción en la cúspide judicial se transforman en los verdugos de la Fiscalía para atacar al líder del Partido Comunista. Esta doble función del operador Vargas revela la profunda y cínica articulación de la clase dominante para sacar de combate al adversario político.
El proceso contra Jadue, en este contexto de absoluto servilismo judicial al capital, es la materialización más descarada del lawfare. El ensañamiento procesal, la celeridad abiertamente sospechosa del juicio y la imposición de durísimas medidas cautelares no persiguen la justicia; su único objetivo es la proscripción política. Esta ofensiva se cimentó con más de 500 portadas entre El Mercurio y La Tercera, que prepararon el terreno mediático, y se ejecutó con una precisión milimétrica en época electoral. El timing quirúrgico de la acusación formal y la subsiguiente exclusión del padrón electoral constituyen la jugada maestra de esta guerra sucia. Con ello, no solo lo sacan de la papeleta, sino que le restringen sus derechos, negándole sus mínimos derechos políticos y civiles, una táctica perpetrada desde los escritorios judiciales de la hegemonía. La desesperada maniobra de Vargas por impedir la pericia de los chats de Hermosilla -el lugar donde, se sospecha, se fraguó esta operación- no es sino la burda defensa corporativa de una élite que se sabe completamente desenmascarada ante el pueblo. El mensaje de los poderosos es nítido: Serán implacables con quien se atreva a desafiar al poder, usando tácticas dentro y fuera de la ley para anularlo.
La derecha mediática asume su papel de intelectual orgánico de la hegemonía en esta farsa. Su función es desviar el foco, inundando el espacio público con la narrativa histérica de la “corrupción comunista”, para proteger a la élite que conserva su dominación de clase a través de operadores como Vargas, Hermosilla y Vivanco. La lucha contra la corrupción expuesta en estos casos no es una cuestión menor: es una batalla crucial por la dignidad democrática y un paso fundamental para romper el bloque histórico de impunidad que ha secuestrado a Chile. Por ello, el caso Jadue se transforma en el símbolo ineludible de la lucha contra un sistema que utiliza la ley como un garrote contra el pueblo y, convenientemente, como un escudo inexpugnable para el capital.
