La existencia de cientos de trabajadores públicos que falsean enfermedades para seguir cobrando su salario sin trabajar, en complicidad con médicos inescrupulosos y autoridades que “miran hacia el lado”, no es una desviación accidental, sino una consecuencia de una estructura en la que la función pública ha sido degradada a simple clientelismo político y un botín de guerra electoral.
Fernando Monsalve Arias. Abogado. Santiago. 02/06/2025. El reciente escándalo en la Municipalidad de San Bernardo, que involucra a 191 funcionarios públicos en la emisión y uso fraudulento de licencias médicas, es una manifestación más de la decadencia de las instituciones del Estado burgués chileno. ¿Cómo explicar que en una comuna históricamente obrera, símbolo de lucha popular y marginación territorial, se consolide un aparato administrativo corrompido hasta el tuétano?.
Desde una óptica marxista, este tipo de hechos no debe ser leído como meras “irregularidades” aisladas ni como “fallas” individuales del comportamiento ético de algunos funcionarios. Lo que vemos aquí es la expresión de una lógica más profunda: la del Estado como herramienta al servicio de una clase dominante que lo utiliza no sólo para oprimir, sino para repartir migajas a una burocracia subordinada y obediente.
La existencia de cientos de trabajadores públicos que falsean enfermedades para seguir cobrando su salario sin trabajar, en complicidad con médicos inescrupulosos y autoridades que “miran hacia el lado”, no es una desviación accidental, sino una consecuencia de una estructura en la que la función pública ha sido degradada a simple clientelismo político y un botín de guerra electoral.
Como señalara Marx en «La guerra civil en Francia», el aparato estatal bajo el capitalismo no es más que “una inmensa maquinaria burocrática y militar” al servicio de los intereses de clase dominantes, cuyos engranajes giran en función de preservar el orden establecido y mantener intacta la explotación, incluso si para ello hay que tolerar o fomentar la corrupción como lubricante institucional.
¿Y quién paga la cuenta? La clase trabajadora, por supuesto. Mientras estos “funcionarios” simulan dolencias para gozar de licencias eternas, miles de obreros precarizados deben enfrentar largas esperas en la atención de salud, recortes presupuestarios, y auditorías salvajes de la Contraloría cada vez que piden aumento de sueldo. Una vez más, se castiga al que trabaja y se premia al que sirve al clientelismo.
Este escándalo es apenas un síntoma más de una enfermedad estructural. El Estado chileno no necesita “reformas ni modernización”: necesita ser derrumbado y reemplazado por uno poder verdaderamente popular, democrático y obrero. Sólo así la función pública podrá dejar de ser un botín de saqueadores para convertirse en herramienta de emancipación colectiva al servicio de las grandes mayorías.