Liuba en Recoleta…y otras imágenes de Cuba en Chile

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Corre esa incertidumbre del qué hacer, para qué vine, cuando por un micrófono presentan a la trovadora.

Mario Ernesto Almeida Bacallao. Periodista. “Granma”. Santiago. 4/2025. El niño casi tiene dos meses y se despierta a gritos por la madrugada. A veces, las más fáciles de resolver, por hambre; pero en ocasiones, no se sabe lo que ocurre y hay que ponerse a cantar y dar brinquillos y seguir cantando con él a upa, hasta que cierra suave los ojos.

¿Y qué le canta uno a su hijo? ¿Qué melodías y palabras quiere uno que se incrusten para siempre en la vergüenza?

Antes de salir de Cuba, mis padres me dejaron en la maleta un disco de Liuba María Hevia que compraron en alguna calle de Matanzas, cuando supieron que serían abuelos.

El disco en físico como tal hoy no tenemos en qué rodarlo, pero lo trajimos como una suerte de alegoría y cuando es madrugada y grita el niño, y no se calma y uno se cansó de cantar, le dice al otro, con la rapidez de un desespero somnoliento, que busque en Internet algo de Liuba.

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Recoleta tiene algo extrañamente sublime cuando el ómnibus -micro dicen por acá- la va bordeando y cae la tarde. Es una comuna del norte de Santiago de Chile a la que temen los cuicos de los barrios cuicos, entiéndase, al “hablar chileno”, gente con dinero e ínfulas, que se horroriza más ante un pobre que de cara a un militar.

El ómnibus se va pegando a la base de los cerros, los bordea y, entre las ropas tendidas de aquel portal apalancado en la ladera, luce colgada y ocre, la bandera nacional.

Así, desteñida de tanto polvo y sol, se levanta otra sobre un techo y una más acá abajo, y aquella un tanto rasgada. En esta parte, las láminas de zinc asumen por techo y las paredes y las cercas son de materiales que oscilan entre el bagazo, la madera, el metal o la lona, que en los malls se venden como implementos de jardín.

Y están cientos de banderas regadas, como para recordar que la humildad no desplaza jamás a las ensoñaciones telúricas del ser humano; antes conviven, dialogan, se alimentan y acompañan.

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Eso lo entiende muy bien Recoleta, municipalidad ya famosa extrafronteras por ser liderada en los últimos años por comunistas.

Como mismo en los cerros se levanta la bandera de quien vindica su derecho a tener patria, a ser la patria misma, acá, en el centro de la explanada, se ha organizado una Feria Internacional del Libro de Ciencias Sociales que, desde los megáfonos, se declara epicentro del pensamiento crítico en América Latina.

Usted encontrará los tomos gruesos e hipervendidos a nivel internacional de Harry Potter y unas cuantas novelas cursis bestseller, pero si las quiere tendrá que buscarlas y atravesar primero los anaqueles llenos de literatura enfocada en lo que los latinoamericanos nos hemos lanzado a llamar liberación.

Tendrá que encontrarse antes con Pedro Lemebel, que anuncia desde una portada no tener amigos, sino amores; y con Maurice Bishop y sus ojos fusilados que recuerdan una revolución finisecular en el sudeste del Caribe, probablemente más sepultada en el olvido que la haitiana, sobre la cual también recibirá señas.

Pedagogías críticas, memorias del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, que fundó Miguel Enríquez, el rostro de Allende, el de los “caceroleros” de octubre (y más) de 2019, el de Fidel en sus estampas clásicas y el de Silvio Rodríguez, que los libreros de este Cono Sur han tenido a bien colocar junto al del Che.

El perfil en pena de Víctor Jara, un colibrí con lanza, un conejo con honda, un sapo con escudo, Lenin, Marx, Trotski, Lacan, Chávez…aparecerán sí o sí de cualquier parte.

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La Biblioteca Salvador Allende se queda pequeña, por lo que las organizadoras trocan rápidamente el plan y van sacando a todos, con sillas incluso, para el espacio exterior adyacente, en el que Katiuska Blanco presentará “Todo el tiempo de los cedros”, probablemente el más célebre de sus textos sobre la vida de Fidel.

El libro resulta apenas una excusa para Lautaro Carmona, presidente del Partido Comunista de Chile, quien versa largamente sobre la Revolución Cubana y de cómo, hoy y ayer, todo lo difícil habría sido más difícil sin la existencia de esta.

Parecería que no es la presentación de un libro y probablemente no lo sea. Tal vez resulta una liturgia, por la forma en la que pesan los silencios, en la que se rememora y por las lágrimas que salen cuando alguien pronuncia la palabra patria.

Hay algo raro en estas decenas de rostros que se irán dando abrazos más tarde, diciéndose a lo bajo “qué bueno que pudiste venir”, y que ahora Lautaro señala como las “caras conocidas”, los “unos cuantos por aquí”, que saben más de Cuba de lo que cuentan sus canas.

Ocurrieron muchas cosas entre ambos pueblos después de que Víctor Jara cantase “corazón a corazón,/ pie con pie, mano con mano,/ como se le habla a un hermano,/ si me quieres, aquí estoy”.

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Con el niño a cuestas vamos en un asiento al fondo del ómnibus. Cuando acabe la ruta, caminaremos cerca de 600 metros hasta llegar a un pequeño zócalo. Anda cayendo la tarde y está intranquilo. “Hora bruja”, le llaman los pediatras.

Ya estuvimos aquí ayer, aunque apenas compramos dos libros. Nos cuesta salirnos del esquema mental cubano, en el que por el precio de un taxi te llevas una mochila llena de ejemplares de cualquier librería. En el resto del mundo, los libros van más “despacio”.

Estamos parados con el niño encima, sin saber hacia qué dirección enfilar. No sabemos exactamente a qué vinimos. Ayer vimos los libros todos, casi todos, y hoy nos agarró tarde y no nos gusta que sea tarde.

Corre esa incertidumbre del qué hacer, para qué vine, cuando por un micrófono presentan a Liuba María.

Entonces, sin proponérselo, uno deja por unos instantes de ser un extranjero perdido en ciudad ajena, y entiende que, al menos hoy, la casualidad se las ha arreglado para emboscarlo en una serendipia demasiado cruda y perfecta para ser verdad.

Y Cuba está muy lejos, y el niño casi dos meses, y el disco de los abuelos que años hace fue el disco de los padres y hoy es el sonido de la noche en vela y la distancia…y vamos a aprovechar y llorar fuerte con cabeza gacha, porque cantar está difícil.