18/O. Los desafíos del mundo popular a 5 años de la revuelta

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En este artículo, Daniel Jadue sostiene “la necesidad imperiosa de volver a mirar la revuelta de octubre pero con el objeto de aprender de aquello que nos faltó y de lo que nos puede haber sobrado, para llevar a buen puerto la tremenda energía desplegada por los pueblos de Chile, que siguen cansados de los abusos y de la corrupción de una democracia que se manifiesta impotente para detener y enfrentar a quienes ostentan el poder y hacen lo que quieren, conscientes de que gozan de un manto de impunidad y de inmunidad otorgada por las instituciones, las leyes y normas de esta “democracia” construida a imagen y semejanza de sus mezquinos intereses, pero sostenida por las creencias y costumbres ampliamente difundidas, que de una u otra forma, legitiman su actuar”.

Daniel Jadue. Arquitecto y Sociólogo. Santiago. 18/10/2024. “Cinco años perdidos y todo sigue igual”. “Las protestas de nada sirvieron”. “Fue pura violencia destructiva y delincuencia”. “Las demandas siguen ahí, intactas y la gente cada día más indignada”.  “Querían mejorar sus vidas, pero no cambiar el modelo”.  Estas y otras frases se repiten a diario en los análisis de la revuelta de octubre del 2019 cuando se cumplen cinco años de un episodio que muchos esperamos que no se vuelva repetir o, al menos, no tal y como sucedió.

Nadie puede descartar que, de no mediar cambios profundos en nuestra sociedad, vengan otras revueltas. No serán iguales al 18 de octubre, pero sin duda vendrán. No sabremos cuándo ni qué la detonará, tampoco de qué color político será el gobierno que tendrá que enfrentarla. De hecho, en otros países, revueltas similares sucedieron con gobiernos de distinto signo político, como fue el caso de Brasil durante el primer gobierno de Dilma Rousseff (PT), detonada también por un aumento en la tarifa del transporte: acá fueron 30 pesos, allá, 20 centavos.

Ahora bien, algunos actores interesados suelen decir que la revuelta popular fracasó pues no logró nada de lo que se proponía y solo generó destrucción y un nuevo periodo de franca y abierta desconexión entre los pueblos de Chile y la elite gobernante. Algo de eso muestra el último informe del PNUD. La desconexión no ha cambiado, eso es verdad, pero no resulta efectiva la tesis de que la revuelta fracasó, pues esta fue parte de un proceso más largo que algunos se empeñan en desconocer o prefieren pensar que nunca sucedió. Lo que algunos llaman “estallido social” detonó en un momento que nadie esperaba ni podía prever, pero para quienes tenemos algo de memoria, de estallido tenía poco o nada. El 18 de octubre fue el momento culmine de un proceso de acumulación de fuerzas en donde cristalizaron demandas que venían siendo planteadas por más de tres décadas por diversos movimientos y organizaciones sociales y políticas que nunca creyeron en la transición pactada, promovida por fuerzas políticas que fueron mayoritarias y lograron representar temporalmente el sentir de un país que pedía en las calles libertad, democracia y derechos sociales.

Las demandas por pensiones dignas, buena educación y salud para todos y todas, vivienda digna, reconocimiento y valoración de la diversidad étnica, cultural y de género, respeto por el medio ambiente y derechos laborales reales, entre otras, son consignas que con el tiempo pasaron a constituirse en mínimo común denominador del sentir popular. No hubo demandas nuevas, sino una inmensa mayoría social, desilusionada e indignada por los resultados de la transición pactada y por la frivolidad de un gobierno y de actores políticos que vivían y siguen viviendo en las nubes, que salió a las calles para demandar lo mismo que numerosos pueblos a lo largo de todo el mundo, bajo gobiernos de distinta forma y signo, en un claro síntoma del fracaso de la globalización neoliberal.

Entre las organizaciones que acompañaron este largo proceso de despertar de los pueblos de Chile, destacaron la CUT y otras centrales y organizaciones sindicales; las federaciones estudiantiles, tanto universitarias como secundarias; algunos colegios profesionales y gremios del sector público; además de algunas organizaciones y partidos políticos que durante largo tiempo estuvieron excluidas de la arquitectura institucional heredada. Todas ellas y ellos estuvieron siempre convocando a manifestaciones pacíficas en las cuales demandaban las mismas transformaciones que exigió la revuelta. Al principio de la supuesta transición, las movilizaciones eran más bien pequeñas, producto de la desmovilización provocada por la esperanza, sumada a una política activa de los gobiernos de la Concertación para aislar, desmovilizar y neutralizar a quienes no compartían dicho esquema transicional; incluido en ello el cierre de los pocos medios de comunicación no hegemónicos que sobrevivieron a la dictadura pero que la transición logró eliminar.

En la medida que el tiempo pasaba y que la transición pactada iba mostrando su verdadero rostro junto al agotamiento de un modelo legitimado por los gobiernos de la Concertación, la decepción comenzó a cundir en quienes originalmente habían confiado y las manifestaciones fueron creciendo, hasta provocar revueltas cada vez más numerosas y cercanas temporalmente. Así llegamos al 18 de octubre, sumando voluntades que terminaron por sobrepasar toda expectativa, pero con la legitimidad de un pueblo que había esperado 30 años que algún gobierno cumpliera la palabra empeñada de mejorar y facilitar sus vidas. Pero eso nunca pasó.

Pero hay algo que no suele estar presente en los análisis más frecuentes. Simultáneamente al proceso antes descrito, el neoliberalismo ganaba tiempo para colonizar las mentes de los pueblos de Chile, prometiendo libertad y bienestar personal a quienes actuaran según sus dictados, mientras difundía en las nuevas generaciones y en parte de las anteriores, su cultura y sus principios, hasta lograr el sueño más preciado de la dictadura, la construcción de una democracia completamente impotente para enfrentar los abusos de los poderosos y absolutamente desprestigiada ante los ojos de sus ciudadanos. Una democracia vacía de contenido, pero al servicio del mercado.  Un modelo ideal para el desarrollo de una sociedad despolitizada, compuesta por individuos cada vez más distantes los unos de los otros, cada vez más centrados en sus propios intereses y necesidades y cada vez más separados de la naturaleza, ávidos de lo único que promete placer en la sociedad actual, un consumo desenfrenado e irracional, capaz de destruir el planeta con el solo afán de reproducir el capital.  Un conjunto innumerable de consumidores, incapaces de asumirse como ciudadanos y reconocer en la superexplotación y en la desesperanza aprendida su destino común.

Lo anterior no es menor pues la revuelta popular de octubre, absolutamente legítima y necesaria, tuvo como protagonistas principales a una sumatoria interminable de individuos, una masa casi siempre informe, compuesta de jóvenes y adultos desencantados, apolíticos y anti política, indignados y con ansias solamente de ser vistos, de ser protagonistas de su propia historia. Con ansias de profundas transformaciones que se mantienen vigentes hasta el día de hoy, como lo acredita el último informe del PNUD, pero profundamente neoliberales en su esencia y en sus convicciones, prisioneros de una cultura carente de intereses colectivos y bienes comunes.  Incapaces de imaginar siquiera, un horizonte estratégico de superación del estado de cosas que los llevo a ese estado de indignación, incredulidad y frustración.  Prisioneros de una situación que sigue estando ahí, que no ha cambiado nada y que se ha develado incluso, peor de lo que vivíamos hace 5 años, con una indignación que permanece en estado latente, a la espera de otro elemento que lo haga detonar.

Para decirlo de otra manera, uno nace en un lugar y en un tiempo que no escoge. En una familia y en una cultura que no escoge y, a medida que vamos creciendo, la sociedad en la que vinimos al mundo nos va metiendo ideas en la cabeza que no tenemos posibilidad de escoger y mucho menos de discutir.  En síntesis, vivimos prisioneros de un nacimiento que no escogimos y que determina la forma en que actuamos, las decisiones que tomamos, las desconfianzas que anidamos, incluso ente nosotros mismos y, por tanto, los resultados que obtenemos. Y hay que decirlo, los protagonistas principales de la revuelta nacieron en el neoliberalismo, fueron educados por él, socializados por él, formateados y alineados estratégicamente para que incluso en estado de indignación fuéramos incapaces de superarlo.

Esto nos lleva a la necesidad imperiosa de volver a mirar la revuelta de octubre pero con el objeto de aprender de aquello que nos faltó y de lo que nos puede haber sobrado, para llevar a buen puerto la tremenda energía desplegada por los pueblos de Chile, que siguen cansados de los abusos y de la corrupción de una democracia que se manifiesta impotente para detener y enfrentar a quienes ostentan el poder y hacen lo que quieren, conscientes de que gozan de un manto de impunidad y de inmunidad otorgada por las instituciones, las leyes y normas de esta “democracia” construida a imagen y semejanza de sus mezquinos intereses, pero sostenida por las creencias y costumbres ampliamente difundidas, que de una u otra forma, legitiman su actuar.

Debemos asumir que en más de alguna oportunidad nuestro adn neoliberal, aunque militemos en los sectores populares, nos impide actuar en conjunto, nos impide unirnos y organizarnos, logrando que para muchos sea más fácil encontrar al adversario entre los indignados y no en la clase dominante.

En este sentido los sectores populares y las izquierdas tenemos mucho que reflexionar y aprender del octubre chileno, y de nuestra propia responsabilidad en cómo llegamos a él, cómo este se desarrolló y los resultados obtenidos en un proceso que constituyó la mejor oportunidad histórica de propinarle una derrota estratégica al neoliberalismo, a su cultura y a su modelo de sociedad.  Reflexionar acerca de cómo influyó en ello la falta de un horizonte estratégico concreto de superación del capitalismo que está destruyendo el planeta. Cómo influyó en ello nuestra distancia creciente con los pueblos profundizada por una ingenua adhesión incondicional al funcionamiento de un tipo de democracia representativa que cada vez significa menos para los pueblos que sufren los avatares del modelo. Reflexionar acerca de cómo influyó nuestra falta de unidad no sólo de los sectores populares organizados, sino sobre todo de aquella unidad irreemplazable con los pueblos que sufren y que esperan de nosotros mucho más que una participación resignada, obediente y disciplinada en las estructuras e instituciones de la democracia representativa que los corroe. Debemos reflexionar sobre cómo algunos de nosotros nos encontrábamos a la fecha, inmersos en la misma burbuja de poder de la clase dominante, prisioneros de una sobre institucionalización que nos ha alejado de aquellos a quienes decimos representar. Prisioneros del lenguaje de la dominación e incapaces de disputar el sentido común inoculado en las masas por el modelo, a través de los medios hegemónicos, la publicidad y el marketing que solo nos invitan a consumir.

Los representantes de la clase dominante seguirán haciendo su trabajo con todas las armas que tienen a su haber. Seguirán reprimiendo cada día con más dureza cualquier intento de transformación. Seguirán violando los derechos humanos de las mayorías, encarcelando a la pobreza y a quienes intenten desafiar el orden establecido. Seguirán criminalizando con sus medios de comunicación cualquier atisbo de movilización social, mientras defienden a cualquier costo sus mezquinos intereses, incluso cuando ello implica actuar al margen de sus propias leyes. Seguirán denegando la justicia a través de un sistema judicial hecho a su imagen y medida. Seguirán derrocando a los gobiernos que se opongan a sus designios y arrasando los territorios que no se entreguen a sus voraces colmillos. Y como siempre, estarán dispuestos a lo que sea necesario para mantener todo como está, incluyendo la guerra y el genocidio si llega a ser necesario. De eso podemos estar seguros.

Después de la caída del experimento socialista en la URSS el neoliberalismo desarrolló dos agendas paralelas, una explícita y ora implícita. La explicita era destruir todo atisbo de horizonte estratégico de superación del capitalismo en la forma de un estado socialista.  La implícita, debilitar el rol del Estado en toda sociedad y principalmente en las socialdemocracias que habían construido estados fuertes para asegurar un bienestar social mínimo indispensable para detener cualquier posible tránsito, al interior de sus sociedades, hacia el socialismo, ya que al no existir un horizonte concreto de transformación social y superación del capitalismo, ya no resultaba ni resulta necesario siquiera cuidar a los pueblos del mundo, y mientras ese horizonte no exista, podrán seguir dando rienda suelta a sus insaciables intereses.

No obstante, las demandas de los pueblos del mundo seguirán ahí. Las revueltas, siempre legítimas, se seguirán sucediendo una tras otra, cada vez con más fuerza y contenido, pues los pueblos ya saben, y lo aprendieron también en la revuelta popular, que ningún cambio trascendental ha llegado, en la historia, sin movilización social y sin niveles importantes y crecientes de unidad, organización y conciencia de los sectores populares.

La cuestión es si dichos sectores y las izquierdas seguiremos llegando tarde, discutiendo entre nosotros como si fuéramos los adversarios. Si seguiremos con miedo de decir nuestro nombre cuando el momento de las transformaciones se vuelva a presentar y si seguiremos alejados de los pueblos, que con o sin nosotros se volverán a movilizar, para dar muestras de buena conducta a la clase dominante que a veces incluso nos deja participar de sus instituciones. La invitación es precisamente a darnos cuenta de aquello y prepararnos desde ya para, en la próxima oportunidad, escoger nosotros anticipadamente de qué lado queremos estar y al servicio de qué intereses y de si de verdad queremos definir, con los pueblos de Chile, como vamos a vivir el resto de nuestras vidas, y que mundo queremos legarle a nuestras hijas e hijos.