Un grupo de la policía secreta, dirigido por el capitán de Ejército, Miguel Kraffnof, había alcanzado un objetivo deseado. El sábado 5 de octubre de 1974, dieron con la casa donde habitaba Miguel Enríquez Espinosa, uno de los líderes y organizadores de la izquierda chilena que iniciaba sus pasos en la resistencia al régimen dictatorial. “Nos cagamos a Miguel” decían los agentes. Edgardo, hermano de Miguel, hoy parte de la lista de detenidos desaparecidos, dijo que el jefe mirista “volcó su esfuerzo personal a la reorganización del Partido para las nuevas condiciones de la lucha política y militar de masas, y el impulso de la unidad de los partidos de izquierda y los cristianos progresistas para el derrocamiento de la Junta Militar”. El cadáver de Miguel fue llevado al Instituto Médico Legal. Allí llegaron su hermano Marco y su cuñado Francisco Ramírez. Su padre, don Edgardo Enríquez, contó que “el rostro lucía sereno, con un gesto irónico y de satisfacción, como que hubiera muerto feliz, luchando y disparando a los esbirros de la más despreciable y sangrienta dictadura de América”. En esas horas fueron decisivas las gestiones y el apoyo humano del Cardenal Raúl Silva Henríquez, del Obispo Fernando Ariztía y de Laura Allende, hermana del Presidente y madre de Andrés Pascal, el amigo y compañero de Miguel Enríquez. Había muerto el médico que había encabezado la instalación de lo que llamaban “la izquierda revolucionaria” en el país, cuando los hechos demostraron que el MIR era algo más que un grupo de “universitarios pequeño burgueses”, llevando a sus filas a dirigentes mineros, mapuche, campesinos, estudiantiles, poblacionales. Fueron críticos de las políticas de la Unidad Popular pero detuvieron sus “acciones directas”, conformaron la primera escolta presidencial del presidente y existen numerosos testimonios que validan la versión de que Miguel Enríquez y Salvador Allende mantuvieron siempre un diálogo y un vínculo respetuoso y amistoso. Miguel nació el 27 de marzo de 1944 en la Base Naval de Talcahuano, donde trabajaba su padre, el médico y docente Edgardo Enríquez Frödden, casado con Raquel Espinosa Towsend. Su madre y su hermana, sus amigos, recuerdan que se fascinaba con los platos de huevos fritos, los bocados de “lomo-palta” y los platos de “bisté a la pobre”. Una cómplice en su vida cotidiana fue la señora Celfia Romero Montes.
Hugo Guzmán Rambaldi. Periodista.(*). En Londres, Reino Unido, hay una tumba que tiene inscrito el nombre Miguel Enríquez Castillo.
Es la tumba del hijo de Miguel Enríquez y Carmen Castillo. El niño resistió unas semanas. Estaba lastimado debido a las heridas que su madre sufrió -estando embarazada- durante el enfrentamiento armado contra elementos de la DINA y las Fuerzas Armadas que ella y su compañero sostuvieron durante unas dos horas en una casa de calle Santa Fe en la comuna de San Miguel en la capital chilena.
Un numeroso grupo de la policía secreta pinochetista, dirigido por el entonces capitán de Ejército, Miguel Kraffnof, había alcanzado un objetivo deseado. El sábado 5 de octubre de 1974, dieron con la casa donde habitaba el secretario general del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Miguel Enríquez Espinosa, a esa altura, uno de los líderes y organizadores de la izquierda chilena que iniciaba sus pasos en la resistencia al régimen dictatorial. “Nos cagamos a Miguel” decían los agentes.
El choque armado fue entre las 13:30 y las 15:30 horas. Carmen quedó seriamente herida por una granada que casi le voló un brazo. Miguel murió por el efecto de diez balazos recibidos en el cuerpo y la cabeza. Uno en el ojo izquierdo, habría sido el mortal.
En un momento del enfrentamiento, sus dos acompañantes, Humberto Sotomayor y José Bordas creyeron que la pareja estaba muerta y decidieron huir por el techo propio y los del vecindario. Lo lograron. Sotomayor se asiló en la Embajada de Italia y Bordas continuó en Chile militando en el MIR y moriría tiempo más tarde en un enfrentamiento con la DINA. Carmen Castillo, hoy cineasta, sobrevivió gravemente herida, atendida en el Hospital Militar y luego expulsada del país.
Edgardo Enríquez, hermano de Miguel y hoy parte de la lista de detenidos desaparecidos, dijo ese año que el jefe mirista “volcó su esfuerzo personal a las dos tareas centrales del nuevo periodo: la reorganización del Partido para las nuevas condiciones de la lucha política y militar de masas, y el impulso de la unidad de los partidos de izquierda y los cristianos progresistas para el derrocamiento de la Junta Militar”.
Para Edgardo Enríquez, la decisión de su hermano menor de permanecer en Chile y encarar los peligros y los desafíos de enfrentarse a una dictadura como la existen en el país, no tenía sólo un valor político o práctico, sino sobre todo moral. “Nunca lució más alto el prestigio del MIR que en esa época en que todo el mundo sabía que su Secretario General permanecía en Chile a la cabeza del partido. El pueblo sabía que él estaba allí, sabía que él se había quedado a cumplir con su deber y depositaba grandes esperanzas en él. Por su parte, él estaba convencido que ya no se debía a sí mismo, sino que a su papel de organizador y conductor” del pueblo.
El propio Miguel Enríquez afirmaba a pocas semanas del golpe militar que “progresiva, pero sólidamente ahora, irá desarrollándose cada vez más una vasta resistencia popular a la dictadura fascista”. Planteaba que las tareas eran “unir a toda la izquierda y a todo sector democrático dispuestos a impulsar la lucha contra la dictadura, reorganizar el movimiento de masas en nuevas formas y desarrollar la resistencia popular a la dictadura en todas sus formas a lo largo del país”.
Miguel Enríquez figuraba ya, en 1974, como el hombre más perseguido por los militares y se convertía en una leyenda para los opositores al régimen militar.
El comienzo
Miguel Enríquez nació el 27 de marzo de 1944 en la Base Naval de Talcahuano, al sur de Chile, donde trabajaba su padre, el médico y docente Edgardo Enríquez Frödden, casado con Raquel Espinosa Towsend. Miguel fue el tercero de cuatro hijos; sus hermanos mayores fueron Marco y Edgardo y su hermana menor Inés. Lo bautizaron como Miguel Humberto en recuerdo de un hermano de su madre y por un tío, militante del Partido Radical, que quiso que ese niño llevara su nombre.
Pasó la infancia propia de hijos de una familia de clase media de la provincia de Concepción. Hizo sus primeros estudios en el colegio “Saint John’s” y la enseñanza media en el Liceo de Hombres de Concepción. Ya militando, a los 16 años, acogió el desafío de convertirse en médico y estudio en la Universidad de la ciudad, obteniendo el segundo lugar de calificaciones de su generación. Cuando se graduó, un grupo de destacados neurocirujanos le pidió a Miguel que se integrara al equipo que forjaba el afamado Instituto de Neurocirugía, pero el joven optó por su compromiso en el MIR.
Su madre y su hermana, sus amigos, recuerdan que se fascinaba con los platos de huevos fritos, los bocados de “lomo-palta” y los platos de “bisté a la pobre”. Una cómplice en su vida cotidiana fue la señora Celfia Romero Montes, “la nana” de la familia. A pesar de esquivarle al fútbol y el deporte, Miguel Enríquez disfrutó siempre de las excursiones y caminatas por cerros y bosques del sur chileno. Fumador desde joven, gustaba de los “Liberty” y los “Lucky Strike”.
De carácter fuerte, demostró varias veces, desde la niñez, sensibilidad social sobre todo al observar la pobreza en la natal Concepción y las localidades cercanas. Su hermano Marco lo metió en la vida política al llevarlo a reuniones y orientarle lecturas de clásicos revolucionarios.
Joven inició una relación sentimental con Alejandra Pizarro y de ese vínculo nació Javiera, la hija mayor de Miguel. Más tarde entablaría una relación con Manuela Gumucio con quien tuvo a Marco.
Su primera militancia fue en la Juventud Socialista. A la influencia de su hermano Marco, se sumó la de amigos como Carlos Ramos, Luciano Cruz, Bautista Van Schouwen, con quienes, discrepando de los socialistas, partió a formar la Vanguardia Revolucionaria Marxista, antes de fundar el MIR el 15 de agosto de 1965.
El MIR, Salvador Allende
Miguel Enríquez, junto a sus compañeras y compañeros, desarrollaron quizá la primera organización político-militar de alcance nacional, influencia expandida e irradiadora de nuevas concepciones en la izquierda chilena, donde tenían la mayor fuerza el Partido Comunista y el Partido Socialista. Los miristas definieron a su organización como parte de “la izquierda revolucionaria”.
Se hicieron famosos cuando en la línea de las “acciones directas”, los miristas efectuaron asaltos bancarios y otras acciones radicalizadas que llevó a Miguel y sus compañeros a la clandestinidad y a ser buscados por el gobierno de Eduardo Frei Montalva.
Los hechos, sobre todo en los primeros años de los setenta, demostraron, sin embargo, que el MIR era algo más que un grupo de “universitarios pequeño burgueses”, llevando a sus filas a dirigentes mineros, mapuche, campesinos, estudiantiles, poblacionales.
Los miristas lograron, por ejemplo, conformar el Frente de Trabajadores Revolucionarios (FTR), el Movimiento Campesino Revolucionario (MPR) y el Frente de Estudiantes Revolucionarios (FER), con una base social que demostraban que no todo estaba concentrado en las armas. Llegaron movilizar decenas de miles de personas en distintas marchas y actos.
Claro que dudaban que por “la vía electoral” se podía “llegar al poder” y a “una sociedad socialista” y en varios documentos los miristas advirtieron la posibilidad de un golpe militar.
Sin embargo, explícitamente negaron ser enemigos de la Unidad Popular y dejaron en libertad de acción a sus integrantes y simpatizantes que quisieran votar por Salvador Allende en las elecciones presidenciales de 1970. Más tarde, le otorgaron un “apoyo crítico” al gobierno de Allende, quien los benefició con una amnistía y les pidió que conformaran su primera escolta presidencial.
Miguel Enríquez se convirtió en el líder del sector más radicalizado de la izquierda chilena y en un ferviente polemista con comunistas, socialistas y allendistas. Recibió el apelativo de “ultraizquierdista” y fue acusado de poner en peligro el proceso de la UP.
El líder del MIR, en un escenario de polarización y tensión máxima en el país, llegó a afirmar que no se asistía al fracaso de un proceso revolucionario, sino que al fracaso del reformismo expresado en las políticas del PC y el gobierno de la Unidad Popular. Para él, “la revolución” recién comenzaba en Chile.
El MIR organizaba los “cordones industriales”, la ocupación de tierras para dejarlas en manos del pueblo mapuche y de los campesinos, la toma de terrenos para levantar zonas de vivienda popular, etc.
Hay, sin embargo, numerosos testimonios que validan la versión de que Miguel Enríquez y Salvador Allende mantuvieron siempre un diálogo y un vínculo respetuoso y amistoso. Se ha repetido el testimonio de Beatriz Allende, “Tati”, quien reveló que el Presidente, en La Moneda el martes 11 de septiembre, le dijo “ahora le toca a Miguel”, en referencia al MIR y su política.
Producido el golpe, el jefe mirista combatió, según relato de su amigo y compañero Andrés Pascal Allende, en la zona sur de la capital chilena para después pasar a la clandestinidad.
Muerto Allende, más tarde presos, asilados o salidos al exterior los jefes del PC (Luis Corvalán), del PS (Carlos Altamirano), de la Izquierda Cristiana (Bosco Parra) y de otras organizaciones, Enríquez se convirtió en uno de los principales dirigentes de la izquierda chilena en el país. Se lanzó la consigna “El MIR no se asila”.
Cuando murió, el PC emitió una declaración donde manifestó que “Miguel Enríquez era un revolucionario, fiel a sus convicciones”; la IC señaló que “la muerte de Miguel Enríquez hace perder a la Resistencia Chilena uno de sus más preclaros dirigentes; para el MAPU “la figura de Miguel Enríquez junto a la de Salvador Allende, constituyen para el pueblo chileno ejemplos de consecuencia revolucionaria y liberación”; el PS indicó que “su desaparición constituye una pérdida irreparable para el movimiento revolucionario y antifascista de Chile”.
La despedida
Muerto, su cuerpo no fue desaparecido. A la dictadura le convenía demostrar que había asesinado al jefe de la resistencia, al líder del MIR.
El cadáver de Miguel Enríquez Espinosa fue llevado al Instituto Médico Legal al norte de la ciudad. Hasta allí llegaron su hermano Marco y su cuñado Francisco Ramírez, quien lo reconoció. Hubo una demora de tres a cuatro horas en la entrega del cuerpo. Narra Marco Enríquez que “nos entregan el cadáver en un ataúd. Cuando íbamos a sacar el féretro nos dimos cuenta que éramos Francisco y yo y gente del Instituto, éramos pocos. Cerca había unos agentes o milicos. Quisieron ayudarnos y tomar el ataúd y ahí mi cuñado les gritó: ‘No, ustedes no ponen ni una mano sobre este ataúd. Ahora este cuerpo me pertenece’. Ellos se quedaron fríos. Lo cargamos apenitas con ayuda del personal del Instituto. Partimos a la casa; nos seguían milicos armados”.
En la casa de los Enríquez estaban, además, don Edgardo y doña Raquel e Inés, la hermana menor, junto a amigas y amigos íntimos. Su padre narró que “levanté la tapa que cubría la cara de nuestro hijo. Raquel, Marco e Inés estaban a mi lado. Tenía el ojo izquierdo, parte de la frente y la mejilla izquierda, cubiertas por una sábana dispuesta diagonalmente. El rostro lucía sereno, con un gesto irónico y de satisfacción, como que hubiera muerto feliz, luchando y disparando a los esbirros de la más despreciable y sangrienta dictadura de América”.
En esas horas fueron decisivas las gestiones y el apoyo humano del Cardenal Raúl Silva Henríquez, del Obispo Fernando Ariztía y de Laura Allende, hermana del Presidente y madre de Andrés Pascal, el amigo y compañero de Miguel Enríquez.
El lunes 7 de octubre se realizó lo que podría llamarse el funeral del médico Miguel Enríquez. El cortejo -vigilado de cerca por cientos de carabineros, agentes de la DINA y militares- salió por la avenida Providencia, cruzó un puente sobre el río Mapocho, tomó la avenida La Paz, hasta el Cementerio General en el barrio de Recoleta. Estuvo la familia y las amigas y amigos cercanos y que habían decidido desafiar las represalias de la dictadura por asistir al funeral del jefe del MIR.
Cuando ya se efectuaba la ceremonia en el lugar de sepultura, Raquel Espinosa, madre de Miguel, dijo en voz alta: “Miguel Enríquez Espinosa, hijo mío, tú no has muerto. Tú sigues vivo y seguirás viviendo para esperanza y felicidad de todos los pobres y oprimidos del mundo”.
¿Mito, leyenda, héroe, símbolo? Pueden existir muchas respuestas. Y apreciaciones. Pero no pasa desapercibido que a 30 años de morir, lejos de lo que pensaron sus ejecutores y los simpatizantes de la dictadura que hablaban del “peligroso extremista” al referirse a Miguel Enríquez, este joven médico irradia hoy reacciones y motivaciones entre los jóvenes y produce una adhesión afectiva y de ideario en los más viejos. Es recordado por sus valores, por sus ideas, por su último acto de vida. Quizá, obra de su persistencia. Aún muerto.
(*)Artículo escrito en 1994 para la Agencia de Noticias de Chile (ANCHI).