Más allá de sus exigencias públicas y verbales al recién asumido presidente, de un “acuerdo de gobernabilidad que dé certezas jurídicas”, el gran capital ya está incidiendo con sus decisiones de inversión, de producción, contrataciones de personal y de precios en la economía chilena.
Manuel Hidalgo V. Economista. 06/04/2022. El proceso de cambio en Chile, puesto en marcha con la rebelión popular de 2019, se enfrenta a múltiples desafíos. El mayor de ellos será afrontar la reacción de “los mercados”, es decir, del capital financiero internacional y del gran empresariado, a las resoluciones de cambios -algunos profundos y otros moderados- que provendrán tanto de la nueva Constitución que esperamos se apruebe hacia septiembre de este año, como de lo que antes y después de ello, se atreva a emprender el Gobierno de Gabriel Boric.
La recesión -o el estancamiento- con inflación que se está desatando desde la Reserva Federal y el resto de los Bancos Centrales del capitalismo “avanzado”, está condicionando un marco similar para las economías latinoamericanas, y para la chilena en particular. Pero esa “estanflación” tiene también “factores internos” (idiosincráticos, les dicen los tecnócratas) en la economía chilena. Y no son otros que la “incertidumbre” que les provocan a los grandes empresarios los debates y acuerdos de la Convención Constitucional, como algunos de los anuncios que en materia económica ha hecho el Gobierno de Boric.
Más allá de sus exigencias públicas y verbales al recién asumido presidente, de un “acuerdo de gobernabilidad que dé certezas jurídicas”, el gran capital ya está incidiendo con sus decisiones de inversión, de producción, contrataciones de personal y de precios en la economía chilena. El “frenazo” de la inversión privada y las alzas de precios se harán sentir en los próximos meses, en un intento agresivo para moderar la voluntad de cambios del gobierno, pero -sobre todo- para incidir en el resultado del plebiscito. Públicamente, aludirán a la “inestabilidad” creada por los acuerdos de la Convención Constitucional, en materia de derecho de propiedad, autonomía del Banco Central (BC), rol del Estado en materia económica y social, propiedad pública de los Bienes Comunes, revisión de Tratados de Libre Comercio -TLC-, entre otras.
Es trascendental entender que, por cuarenta años, la estabilidad macroeconómica se ha ido construyendo a partir del control de la inflación. Y haciendo que ese objetivo quede supeditado a la política monetaria manejada por el BC en un contexto de creciente y profunda integración financiera y comercial de la economía chilena a los mercados mundiales. En esto consistió la “apertura comercial y financiera”, iniciada en dictadura y profundizada, mediante decisiones unilaterales y acuerdos bilaterales y multilaterales –los famosos TLC- en los años de esta “democracia restringida”.
Los mercados de capital “chilenos” (de bonos, acciones, divisas) están profundamente integrados al capital financiero internacional o “globalismo financiero[1]”. Son ellos los que determinan casi sin contrapeso la escasez o abundancia relativa del dólar –y por tanto, su precio- en la economía chilena. Los mismo ocurre con los mercados de los bienes “transables” (es decir, aquellos que se comercian internacionalmente), cuyos precios internacionales son los que influyen decisivamente en los precios de esos bienes en Chile.
El BC toma como datos o “pie forzado” de sus decisiones los escenarios que desde allí se presentan, y adopta medidas para que los actores “internos” de los mercados (empresarios, consumidores, sector público) tomen decisiones que ayuden a preservar la mayor estabilidad macroeconómica posible, la que tiene como base, el control de la inflación. La estabilidad macroeconómica es entendida como la existencia de equilibrios monetarios, fiscales (ingreso público vs gasto público), del sector externo y de producto-gasto agregado. Y es una condición fundamental para aspirar a un crecimiento económico sostenido, dentro del esquema neoliberal imperante en Chile.
Así las cosas, hay que tomar nota de las proyecciones que ha hecho el Banco Central para este año y el próximo, no sólo en materia de crecimiento, sino que también de otras variables decisivas, como la inversión y el consumo. Los promedios de los rangos de crecimiento del PIB son de un 1% para 2021 y de sólo 0,5% para 2003. Y se anuncia dos años de caída sucesiva de la inversión y del consumo. Pronóstico de un escenario base que no contempla aún una recesión en los países del capitalismo central, que los acontecimientos más recientes ya permiten presagiar se desate en el segundo semestre de este año.
Y en materia de inflación, la proyección es que la inflación acumulada a 12 meses llegará al 10% hacia mediados de este año, para ceder en la segunda parte, hasta un 5,6% a diciembre 2022. Con una tasa de interés de política monetaria que ya llegó al 7% para asegurar la caída del crédito y del gasto, que contribuya al “cierre de las brechas”.
Los principales mensajes del BC a este propósito son: “El gasto interno sigue siendo el principal factor que explica la mayor inflación, a lo que se han sumado mayores presiones de costos. Clave para que la inflación baje y la actividad pueda volver a crecer de forma sostenible es resolver los desequilibrios macroeconómicos generados el año pasado. Para hacer esto de manera eficiente, es necesario la coherencia de las demás políticas con impacto macro (entiéndase, que también se cumpla el “ajuste fiscal”)”.
Hace veinte años atrás, a la apertura comercial y financiera, se sumó el establecimiento de la llamada “regla fiscal”, para mantener estructuralmente el gasto público dentro de un límite permitido por los ingresos fiscales estructurales o permanentes. Es decir, que el presupuesto se confeccionara anualmente considerando, o bien un superávit o bien un déficit acotado y susceptible de reducirse en plazos cortos y previsibles. Lo que pone límites al endeudamiento público y alienta por el contrario, un ahorro público sistemático.
¿Cómo avanzar en medio de este panorama? No es sencillo. Las autoridades económicas del Gobierno de Boric lo saben bien. Mario Marcel, en particular, tiene la difícil tarea de conciliar los compromisos de reforma tributaria, reducción de la jornada laboral y elevación del salario mínimo, con el respeto de los límites de gasto público fijados en el presupuesto acordado a fines de 2021. En el que el nivel de gasto proyectado para 2022 implica una caída real anual de 24,6% respecto del gasto público de 2021.
Cambiar estos parámetros en que se encuadra la política económica del Estado en Chile no es fácil. Aunque no es imposible. La construcción de una arquitectura comercial y financiera internacional alternativa a la del “globalismo financiero” que está encarando China con otros países, abre un espacio de posibilidades para apoyar el diseño de una estrategia que permita recuperar soberanía en este sentido. Pero esa es una opción con contenido geopolítico que el Gobierno de Gabriel Boric no ha contemplado tomar aún. No obstante gobiernos vecinos, como el argentino, ya lo han hecho.
En lo inmediato, no respetar esos parámetros, es arriesgarse a una respuesta desde los “mercados” que puede acentuar los desequilibrios, ya sea con una fuga de capitales o una más drástica caída de la inversión privada, lo que a su vez puede repercutir en alzas del dólar, alzas de precios derivada de lo anterior y caídas de la producción y subsecuentemente del empleo. Esa es la problemática que se plantea con las propuestas de un nuevo retiro del 10% de los fondos previsionales o de un nuevo IFE, para insuflar mayor liquidez a las familias.
Por mientras, impedir que se profundice la apertura comercial y financiera y lograr que la nueva Constitución establezca el derecho del Estado de Chile a revisar los tratados de libre comercio, para ajustarlos a una nueva estrategia de desarrollo, resulta una tarea fundamental.
Esa nueva estrategia de desarrollo, requiere replantear la inserción económica internacional de Chile, teniendo en cuenta los profundos cambios que en el terreno geopolítico y geoeconómico se están produciendo en el mundo en este siglo XXI. Y hacerlo desde una perspectiva de integración regional, exigida no sólo por nuestros pueblos, sino también por una era en que los poderes realmente constituidos son países-continente. Como lo son China, EEUU, Rusia, Unión Europea, India, entre otros.