Se cumple el centenario del libro Desolación (1922), trascendental de la lírica en lengua castellana y el sexagésimo quinto aniversario de la desaparición física de quien fuera, y sigue siendo, una autora muy querida por los lectores cubanos. A la gran martiana, a la amiga de Cuba, a la poeta sustancial de “Desolación”, va este homenaje en flor.
Emmanuel Tornés. “Granma”. La Habana. 23/02/2022. Al costado de la barca/ mi corazón he apegado/ al costado de la barca/ de espuma ribeteado. // Lávalo, mar, con sal eterna; / lávalo, mar, lávalo mar, / que la Tierra es para la lucha/ y tú eres para consolar.
Estos versos pertenecen al libro Desolación (1922) de la poeta chilena Gabriela Mistral, nombre artístico de la también pedagoga, escritora y diplomática, Lucila Godoy Alcayaga (Vicuña, 1889-Nueva York, 1957). Se cumple ahora el centenario de este libro trascendental de la lírica en lengua castellana (año memorable, por cierto, pues el peruano César Vallejo publica Trilce) y el sexagésimo quinto aniversario de la desaparición física de quien fuera, y sigue siendo, una autora muy querida por los lectores cubanos.
Entre otras razones, porque la Mistral admiró siempre a José Martí, a quien leyó con pasión y sobre el cual escribió lúcidos textos, como el ensayo “La lengua de Martí”, de 1934, o la conferencia ofrecida, en 1938, en la Sociedad Económica de Amigos del País, invitada por don Fernando Ortiz. Gozaba la chilena de la amistad de otros intelectuales cubanos, como Juan Marinello (cuya prosa Gabriela distinguía entre las más luminosas del idioma), Félix Lizaso, Jorge Mañach y Dulce María Loynaz, con la cual integraría -junto a Juana de Ibarbourou y Alfonsina Storni- las cuatro grandes voces líricas de Hispanoamérica en la primera mitad del siglo XX.
Gabriela fue un caso extraordinario en la poesía continental, una voz única. De ser una humilde maestra rural que escribía versos a puros golpes de vida, se vio de pronto reclamada como pedagoga y escritora en el continente, tanto más cuando don Federico de Onís publica, en Nueva York, en 1922, su libro “Desolación”.
Lee a Darío, Lugones, Nervo, Tagore, Tolstoi, Gorki y, en especial, la Biblia. En plena juventud, sufre varios golpes emocionales que la marcarán para siempre: el novio amado la abandona por otra; poco tiempo después el joven, misteriosamente, se suicida. De este modo, la muerte, el amor sufrido, la vida difícil, la familia, el entorno rural, el mar salvador, la niñez, y sobre todo el dios bíblico, serán temas recurrentes en sus composiciones. Ella lo decía: “Andan en mi sangre disueltos los metales de mis cerros de Coquimbo y, escribiendo o viviendo, las imágenes nuevas me nacen siempre sobre el subsuelo de la infancia: salí de un laberinto de cerros y algo de ese nudo sin desatadura posible queda en lo que hago, sea prosa o verso”.
El año 1945 sería prodigioso para la poeta sudamericana: recibe el Premio Nobel de Literatura, la primera persona de América Latina en obtenerlo. Su prestigio se acrecienta a nivel mundial. Sin embargo, la crítica no sabe dónde ubicarla. ¿Posmodernista, mundonovista, vanguardista? En su poesía, aún desde “Desolación”, todo confluye. Pero nadie puede negar la originalidad de su voz, el peso de sus palabras, la fuerza de sus imágenes, el ritmo sorpresivo.
Su poesía comprendió la niñez. Escribió estrofas memorables que por generaciones cantan los niños de América y de Cuba: “Dame la mano y danzaremos; / dame la mano y me amarás. / Como una sola flor seremos, / como una flor, y nada más. A la gran martiana, a la amiga de Cuba, a la poeta sustancial de “Desolación”, va este homenaje en flor.
Foto: Cubarte.