En el caso de los repartidores motorizados de productos de primera necesidad, no son capaces de darse cuenta, esas mismas autoridades tan republicanas y severas, de que los servicios que ellos prestan son un mecanismo que apunta, precisamente, en el sentido que señalan los profesionales de la salud, en cuanto a limitar la circulación de las personas y por tanto la propagación del virus del Covid-19, ya que se interponen entre el comercio y los consumidores, evitando que estos últimos salgan a las calles y copen los establecimientos comerciales.
Pedro Aravena Rivera. Abogado. 20/04/2021. En medio de la cuarentena que impide el desplazamiento normal para, entre otras cosas, adquirir directamente los productos de primera necesidad, -a los que aún pueden hacerlo-, pero a otros, en cambio, les impide trabajar, ni más ni menos que a casi un tercio de la población laboralmente activa. He podido observar como en Las Condes y Providencia y, probablemente, en las otras comunas del vértice metropolitano, en donde residen las personas de más altos ingresos, se fiscaliza a los trabajadores que distribuyen precisamente, dichos productos básico, transnacionalmente llamados del “delivery”, vocablo inglés que ayuda a ocultar que se trata de trabajadores que cumplen un rol insustituible en el ciclo de la circulación de mercaderías, en otras palabras forman parte, de manera relevante, de la reproducción del capital.
Para quienes realizan este trabajo, riesgoso no solo por la posibilidad del contagio, los accidentes de tránsito y el accionar cobarde del lumpen, es una de las muy escasas posibilidades de subsistencia para sus familias. Muchos de ellos con problemas para regularizar su situación legal como migrantes, en gran medida por la dilación a que son sometidos por los servicios púbicos a que deben recurrir.
Como si no fuera suficiente, se destinan carabineros, funcionarios municipales y se contratan camiones, para controlarlos, multarlos y quitarles sus vehículos en que transportan los pedidos de los consumidores, los he visto acatar pacientemente esta implacable aplicación del derecho sancionatorio. En un noticiario de la televisión pública, ¡cómo no!, se exhibía de modo ejemplarizador el diálogo de un funcionario municipal que increpaba a uno de estos trabajadores y le espetaba que no era su problema que se quedara sin su medio de trabajo.
Es tan fácil mostrarse implacable con las personas de condición modesta, con un vendedor ambulante, un repartidor motorizado, un poblador sin casa, un inmigrante, la espada de la justicia cae implacable sobre sus cabezas. Para ellos no hay derecho de dominio que valga, ni debido y justo proceso el cual recurrir, como tampoco derecho integridad física y síquica, ni honra que esgrimir. Todos derechos fundamentales, según explica la academia, pero ese trabajador de reparto que se ve privado de su única propiedad, en un solo instante, todo eso es letra muerta. Unos pocos intentarán recuperar sus vehículos en el Juzgado de Policía Local, donde llegan ya condenados, nadie los va a escuchar y les darán su sentencia expresada en pesos, además, de pagar las tarifas del dueño del corral.
Igual cosa pasa con el vendedor ambulante quien pierde todo lo invertido y la pobladora que pierde sus escasos bienes domésticos, en cosa de minutos, en lo que se demora en ejecutarse una orden en el terreno, además, de ser sancionada punitivamente con una multa excesiva y, si intenta resistirse, el maltrato físico y la vejación serán parte del tratamiento, como ocurre hasta el hartazgo con el inmigrante, cuando vigilado celosamente por un policía es expulsado del país, vestido de blanco para la ocasión, mientras ministros acompañados de jefes de servicios se muestran orondos y satisfechos pavoneándose frente a las cámaras, todo transmitido en vivo y en directo por la televisión pública, mientras un periodista recita un libreto plagado de lugares comunes y de un fatuo orgullo nacionalista. Estado de derecho dice la academia.
En el caso de los repartidores motorizados de productos de primera necesidad, no son capaces de darse cuenta, esas mismas autoridades tan republicanas y severas, de que los servicios que ellos prestan son un mecanismo que apunta, precisamente, en el sentido que señalan los profesionales de la salud, en cuanto a limitar la circulación de las personas y por tanto la propagación del virus del Covid-19, ya que se interponen entre el comercio y los consumidores, evitando que estos últimos salgan a las calles y copen los establecimientos comerciales. ¿Cuántas personas habrán evitado contagiarse por la acción de estos trabajadores?, que en las condiciones riesgosas en que deben cumplir con una labor que debiera, en cambio ser protegida y apoyada, en vez de perseguida y discriminada.
Entonces, en reemplazo de dedicar tantas horas hombre para una fiscalización absurda, no dedican los esfuerzos a regularizarlos, instruirlos en normas de tránsito, darles licencias de conducir, y otras medidas en ese mismo sentido. Cabe preguntarse por qué los organismos que supervigilan el cumplimiento de las normas del trabajo y de seguridad social, no controlan a las plataformas que “arriendan sus servicios”, para que suscriban contratos de trabajo, efectúen cotizaciones previsionales, les provean de servicios higiénicos y de alimentación y descanso. Obviamente, resulta más simple hacer la vista gorda y que sobre esos trabajadores del reparto caiga todo el peso de la ley, como se acostumbra a decir.
A lo mejor, todo toda está crítica podría estar demás, si en el país existiera una efectiva libertad sindical, no la de la Constitución actual, como la que existe en los otros países de la OCDE, por ejemplo. De haber sido así, ellos habrían formado su propia organización sindical y habrían negociado directamente con las elusivas plataformas unas remuneraciones dignas, condiciones de higienes y seguridad laboral y demás derechos laborales y habrían impedido la represión municipal abusiva que se descarga sobre ellos, pues de lo contrario, habrían podido recurrir al arma legítima de todo trabajador, la huelga.