Nunca, jamás, ni antes ni después, el país vivió un período de actividad más intenso en todos los aspectos de la vida colectiva. Nunca, jamás, ni antes ni después, hubo Gobierno alguno con la capacidad de realizaciones que logró la Unidad Popular. A la derrota siguió la restauración del viejo régimen, allá volvieron por sus fueros el rey y los nobles, protegidos bajo el capote militar de un tiranuelo basto, cobarde, criminal y corrupto que traicionó a su Presidente y a su Patria.
Manuel Riesco (*). Santiago. 11/8/2023. “Quizás el gobierno del Presidente Allende no fue derrocado por lo que hizo mal, sino por lo que hizo bien”. La frase pertenece a una alta autoridad del actual Gobierno y fue lanzada en una de las muchas discusiones de análisis autocrítico de la izquierda acerca de la derrota del Gobierno Popular, que se iniciaron junto con la resistencia a la dictadura tras el mismo día 11 de septiembre de 1973. Tal cual, así fue.
Lo que la Unidad Popular hizo bien fue nada menos que conducir con serena firmeza, como dijo el Presidente Allende, la fase desplegada de la extraordinaria gesta del pueblo que la historia denominará con acierto la Revolución Chilena. Así, con mayúscula y la reconocerá como la madre de la moderna república que todavía no acaba de nacer, pero que está en trance de hacerlo.
Chile es un país pequeño ubicado en el confín del planeta, pero su Revolución adquirió importancia general al ser la primera en la historia que cursó por cauces democráticos y legales, en forma singularmente pacífica. Prueba de ello es la veneración universal a la figura del Presidente Salvador Allende.
Las Revoluciones Modernas jalonan la ruta enrevesada que ha seguido hasta ahora el tormentoso advenimiento de esta época histórica alrededor del planeta. Empujado desde las profundidades tectónicas por el lento y todopoderoso avance de la urbanización y el consiguiente desvanecimiento de la forma de vida y trabajo milenaria en el campo tradicional. Allí permanece todavía media Humanidad, pero esta ola adquiere en este tiempo un ritmo vertiginoso. Por donde pasa lo transforma todo de arriba abajo y para siempre.
Bien sabido es y desde siempre, que la historia se mueve en la tensión permanente entre los de arriba y el pueblo trabajador. Éste es muy paciente pero de tanto en tanto pierde la paciencia e irrumpe masivamente en el espacio político. Para hacerse respetar y resolver las constantes pugnas entre las diferentes fracciones de los de arriba, en favor de aquellas que muestran disposición a realizar las reformas en cada momento necesarias para el continuado progreso de la sociedad.
Bien sabemos que es así quienes tenemos el privilegio de ser veteranos participantes en tres de estas irrupciones populares masivas en política, las más importantes de todas, de haber presenciado otra cuando niños y ser contemporáneos de aún otra, de las que han sacudido al país a cada década en promedio a lo largo de un siglo. Así ocurre en todas partes y en todas las épocas, así se mueve la historia, así transcurre también el advenimiento de la modernidad, la época en que nos toca vivir.
Pero de todas estas irrupciones hay una sóla que se distingue de todas las demás. Como dice Albert Souboul, el gran historiador de la Revolución Francesa, es aquella en que el pueblo campesino despierta de su siesta secular y se une al pueblo trabajador de las nacientes urbes y al resto de la ciudadanía, en una ola singular y gigantesca que barre con el viejo régimen de vida y trabajo de una vez para siempre. Es precisamente la que estremeció y fecundó a Chile desde mediados de los años 1960 y hasta 1973, conducida en su fase de ascenso por el Gobierno de Eduardo Frei Montalva, y en su fase desplegada por el de Salvador Allende.
La ciencia política del siglo XX develó que estas irrupciones populares no surgen de modo caprichoso sino siguen un curso cíclico lento y pesado, que las eleva primero lenta y luego más rápidamente hasta que se despliegan en todo su poder, para posteriormente amainar e iniciar un nuevo ciclo. Es una forma de movimiento parecida a la de grandes masas de partículas en la naturaleza, cuyo constante movimiento y choque se influye mutuamente hasta confluir en determinada dirección y sentido. No hay fuerza humana capaz de frenar o invertir súbitamente su curso.
Sólo se puede incidir muy levemente sobre ella como hace un pequeño timón sobre la trayectoria de un pesado transatlántico, pero su manejo firme y acertado puede evitar que se estrelle o caiga por un despeñadero, logrando en cambio que fluya como una fuerza transformadora y constructiva poderosa. El arte de tal conducción constituye la forma más elevada de la política, la más importante de todas las actividades humanas puesto que dirige nuestro actuar colectivo.
Quizás nadie comprendió esto mejor entonces que Jacques Chonchol, sin duda la persona viva más importante de Chile en la actualidad. Joven inspirado por una profunda fe religiosa, formó parte de la legendaria generación de intelectuales latinoamericanos que creó CEPAL, que a principios de los años 1960 lo envió a asesorar la reforma agraria del recién instalado Gobierno revolucionario de Cuba. Retornado a Chile a mediados de la década, fue quien propuso a su partido, la Democracia Cristiana, la famosa y acertada consigna de realizar también acá una Revolución en Libertad. Fue un actor clave en la dictación e inicio de la aplicación de la Ley de Reforma Agraria.
A finales de la década, comprendió que su Gobierno no estaba siendo capaz de conducir la creciente masividad y radicalidad que adquiere por esos días la movilización del pueblo, más bien se estaba quedando atrás. Junto a la juventud y parte de su tienda concurre con la izquierda, que surgida de la saga del salitre venía trabajando en ello desde hacía medio siglo, a la formación de la Unidad Popular. Precandidato presidencial él mismo, apoya con entusiasmo la candidatura de Salvador Allende y como su Ministro de Agricultura se convierte en el auténtico padre de la Reforma Agraria. Junto a la Nacionalización del Cobre, sin duda constituyen las realizaciones más importantes e irreversibles de la Revolución Chilena.
Al apreciar ahora la epopeya de la Unidad Popular, parece increíble lo realizado en tan sólo mil días. Especialmente cuando por décadas se ha pretendido reducir la política a los acuerdos parlamentarios, la orientación del desarrollo económico a mantener los equilibrios fiscales, y toda una serie de lugares comunes por el estilo que se repiten como verdades reveladas.
Expropiar todos los latifundios del país, aprobar por unanimidad la Nacionalización del Cobre en un Parlamento en que la Unidad Popular contaba con un tercio, y fusionar las operaciones nacionalizadas en la empresa minera más grande del mundo, que lo es hasta hoy. Nacionalizar la banca y algunas empresas estratégicas. Lograr que desde el primer día y hasta hoy cada niño de Chile reciba medio litro de leche diario, acabando así con la desnutrición, al tiempo que se aumentaba extraordinariamente la cantidad de calorías y proteínas consumidas por la población en general y se daba salud y atención al parto gratuitas en un Servicio Nacional de Salud que llegaba hasta el último rincón del territorio. Elevar la matrícula general del sistema nacional de educación pública gratuita y de calidad a más de tres millones sobre una población total de diez, en circunstancias que hoy alcanza apenas a poco más de cuatro sobre una población de veinte, considerando todos sus niveles y formas, privadas y públicas. Duplicar la matrícula de las universidades, multiplicar por tres sus sedes y por cinco los académicos a jornada completa según la cuenta del Rector Enrique Kirberg en 1973.
Construir puntualmente en pocos meses un palacio de congresos internacionales, dos centenares de miles de viviendas populares de buena calidad que hasta hoy se pueden ver por todo Chile. Nadie quedó sin empleo, ninguna empresa sin utilizar su capacidad al máximo, la producción se expandió en todos los ámbitos de forma extraordinaria, el pueblo trabajador mejoró notablemente sus salarios reales y elevó su participación a dos tercios del PIB. La actividad cultural y artística chilena estalló e inundó el mundo.
Nunca, jamás, ni antes ni después, el país vivió un período de actividad más intenso en todos los aspectos de la vida colectiva. Nunca, jamás, ni antes ni después, hubo Gobierno alguno con la capacidad de realizaciones que logró la Unidad Popular.
Todo ello en medio de la oposición política más feroz, destinada literalmente a “hacer aullar la economía” y derrocar el Gobierno aún antes que asumiera, impulsada por la principal potencia del mundo, utilizando sin escrúpulo todas las armas posibles, paros patronales sucesivos, sabotaje cotidiano, crímenes y terrorismo armado, y una campaña mediática feroz y mentirosa, destinada a atizar las dificultades, aterrorizar a la población y volcarla en contra del gobierno. Todo fue en vano. Conducido por el Gobierno y apoyado en el pueblo movilizado, el país continuó su marcha de progreso y transformación extraordinaria, hasta el día mismo del golpe.
A decir verdad, nada hay en ello de extraordinario. Así son las auténticas Revoluciones, períodos singulares en la vida de los pueblos cuando, como escribieron los clásicos, superando dificultades inimaginables, realizan en horas lo que en tiempos normales no se logra en meses, en días lo que no se logra en años y en años lo que no se logra en siglos. Así fue también la Revolución Chilena.
Toda la asimismo impresionante transformación social y económica de las décadas subsecuentes, es el resultado de la estructura social moderna que surge de la urbanización de tal modo desatada y acelerada por la Revolución. Principalmente, la joven y poderosa fuerza de trabajo, urbana y moderna de Chile, que es su legado vivo. Multitudinaria, razonablemente sana y educada, liberada de las ataduras, del aislamiento y producción para el autoconsumo de la vida campesina tradicional. Un poco más tarde también las mujeres liberadas de la tiranía del trabajo doméstico. Liberada también más o menos a la fuerza de la tierra que sostenía antes su vida, para ser contratada y despedida toda ella constantemente, principalmente por decenas de miles de empresas que surgen asimismo constantemente de su seno, para incorporar su trabajo a mercancías, bienes y servicios que, al venderse en el mercado nacional y mundial en condiciones competitivas, dotan a sus manos con el poder de convertir lo que tocan en oro. El valor creado así por su trabajo constituye la base verdadera, única y exclusiva, de la riqueza de las modernas naciones.
Las transiciones a la modernidad en cada pueblo que ha recorrido este camino hasta el momento, están signadas por sus grandes Revoluciones, pero también por derrotas espantosas. La escena inicial de “Los Miserables”, la gran obra de Víctor Hugo, son los campos humeantes de Waterloo sembrados hasta donde se pierde la vista de cadáveres de los héroes de Francia. Los mismos que en pocos años guillotinaron a su rey y antiguo régimen y se guillotinaron unos a otros, al tiempo que legaron al mundo las modernas repúblicas, el código civil y el sistema métrico decimal, la Marsellesa y la Internacional, y el ejército de ciudadanos que expulsó de su tierra todas las potencias invasoras de Europa y se paseó luego por el continente derrocando a todos los absolutismos y marcando en la batalla de Jena nada menos que el fin de la historia, al decir de Hegel.
Guardando con toda modestia las debidas proporciones, la imagen no menos trágica de La Moneda en llamas y el Presidente Allende inmolado en aras de la lealtad de su pueblo, como aún resuena en el metal tranquilo de su voz, ha quedado asimismo grabada para siempre en la historia de las grandes Revoluciones Modernas.
Al igual que en Francia, a la derrota siguió la restauración del viejo régimen, allá volvieron por sus fueros el rey y los nobles, por acá, protegidos bajo el capote militar de un tiranuelo basto, cobarde, criminal y corrupto que traicionó a su Presidente y a su Patria, se restauró la vieja oligarquía agraria. Más bien sus vástagos henchidos de odio revanchista, disfrazados ahora de revolucionarios fanatizados por el ideario de profesores liberales demenciados, extremistas peligrosos cuyas recetas precipitaron a la economía de crisis en crisis, al período económico más negro de su historia.
Se denostó a la Revolución y sus héroes. Se asesinó, atropelló y abusó del pueblo. Tras el golpe se rebajaron sus salarios reales a la mitad mediante el simple expediente de falsificar el IPC en tiempos de alta inflación y al fin de la dictadura no había recuperado su nivel previo al golpe. Los del magisterio se rebajaron a menos de un tercio y se mantuvieron en ese nivel hasta 1990, recién al fin del segundo gobierno de Bachelet recuperaron un nivel parecido al resto del pueblo trabajador. Se expropiaron sus cotizaciones previsionales y se desviaron a financiar negocios de un grupete de empresarios, a costa de la miseria en la vejez de quienes hicieron posible la Revolución Chilena.
La vida económica, social y cultural del país sufrió un retroceso en todos los ámbitos. Los oligarcas restaurados se apoderaron de la mayor parte de las riquezas del subsuelo y de las empresas del Estado. Por si todo eso fuera poco, establecieron monopolios en todos los demás mercados, cobrando sobreprecios desde los medicamentos a los pollos y hasta el papel higiénico. El país fue hegemonizado así por un piño de jeques sin turbante que viven principalmente de la renta de tales usurpaciones. A pesar de ellos, la moderna estructura social del país que es la herencia principal de la Revolución, ha continuado pujando desde abajo por surgir. No hay jeque que la resista por mucho tiempo.
Tampoco a la ira acumulada del pueblo. Este cayó aplastado por una fuerza militar abrumadora digitada desde el extranjero que, tras varios intentos frustrados sólo tuvo éxito cuando la marea popular transformadora, cumplida ya su tarea y realizadas las reformas necesarias, venía mostrando inevitables signos de agotamiento tras casi una década de despliegue incesante. Quizás ello no fue captado a tiempo por la Unidad Popular, aunque sí fue advertido por el Presidente y varios de sus partidos.
El pueblo fue derrotado pero, como pidió su Presidente, no se dejó avasallar. Mantuvo en alto su dignidad y resistió desde el primer día, tejiendo un velo espeso que no logró ser penetrado por los esbirros del dictador. Una nueva rebelión popular, la más heroica y compleja en que aprendió a enfrentarse en todos los terrenos a la dictadura, lección que no olvida, acabó con ella en los años 1980.
Las tres décadas siguientes transcurrieron en democracia, la que si bien realizó muchas cosas, nunca fue capaz ni lo pretendió siquiera, de acabar con los grandes abusos y distorsiones de la restauración impuesta a sangre y fuego el 11 de septiembre de 1973, Al revés, la vieja oligarquía restaurada siguió campeando por sus fueros, sobre la estela del temor y el dinero que se adueñó de la política.
Así se llegó al 18 de octubre de 2019, cuando el pueblo irrumpió nuevamente en el centro de la escena política. No la ha abandonado ni mucho menos. Al revés, a través de una pandemia sin precedentes que derrotó con la disciplina de que es capaz en su acción colectiva, ha continuado manifestando su indignación creciente en 18 elecciones nacionales sucesivas a lo largo de tres años y medio.
A diferencia de lo ocurrido en los años 1960 y hasta el golpe, esta vez las fuerzas políticas progresistas no han estado a la altura de la circunstancia. Se han agrupado en la coalición más amplia de la historia del país, aquella que votó Apruebo en el plebiscito constitucional. Controlan el Gobierno central, la mayoría de los gobiernos locales y la mitad del Parlamento, Sin embargo, hasta ahora no han sido capaces de canalizar la fuerza poderosa de la indignación del pueblo para realizar las reformas necesarias con la decisión que en su momento mostraron los Presidentes Frei Montalva, y especialmente Salvador Allende y la Unidad Popular.
Mala cosa, porque dejan el terreno libre a que la indignación popular caiga en manos de sinvergüenzas, canallas y criminales, financiados por la oligarquía que no quiere aflojar sus restaurados privilegios. Esos tipos inevitablemente llevan los países al suicidio, como muestra la trágica historia de Europa en el siglo XX.
Estamos a tiempo de reaccionar. No hay que seguir vacilando sino terminar ahora con la restauración oligárquica y los grandes abusos que se impusieron el 11 de septiembre de 1973. Sólo así el sistema democrático recuperará su legitimidad hoy perdida del todo. Sólo así el país pondrá fin a su era de revoluciones y se adentrará con paso firme en el gigantesco progreso que representa la era moderna.
Ésta tampoco durará para siempre, porque sigue formando parte de la prehistoria de la humanidad al mantener sometido al pueblo trabajador, aunque sea mediante cadenas de oro. Pero para eso falta aún un buen tiempo, al menos el requerido para que la mitad del mundo que recién emerge a la era moderna alcance a disfrutar de ella, y la minoría que accedió primero acepte que ello ocurra sin pretender la locura de intentar frenarlo por la fuerza.
En esas estamos.
(*)Manuel Riesco es ingeniero civil industrial, magister en Economía de la Universidad de Chile, doctorado en Economía Política en el Instituto de Ciencias Sociales de la Academia de Ciencias de Rusia y Vicepresidente del Centro de Estudios Nacionales de Desarrollo Alternativo (CENDA).