Su palabra no era un evangelio: fue un revolucionario que mostró un camino para construir un país mejor y dedicó su vida a recorrerlo con palabras, organización y un profundo amor por las artes y la cultura. No se limitó al ideal de un futuro socialista como panacea que resolvería los males de nuestra sociedad. Soñaba con algo aún más profundo: una sociedad mejor, más justa y más humana. Recabarren nos enseñó a creer que un mañana mejor es posible y, más importante aún, a no claudicar en ese empeño.
Maximiliano Ávila. Santiago. 19/12/2024. Han pasado cien años desde que Luis Emilio Recabarren, conocido como el “padre” o el “apóstol” de la clase obrera, dejó este mundo. Sin embargo, hoy en el Chile contemporáneo sus ideales siguen igual de latentes. Y vemos su legado vivir en cada mural que adorna las poblaciones, en cada canto que resuena en las manifestaciones y en cada mirada esperanzadora de quienes luchamos por la justicia social.
Recabarren no fue solo un líder simbólico ni un mero soñador, como a menudo solemos describirle; tampoco fue únicamente un “padre” o un “apóstol”, como lo calificaban algunos periódicos de la época. Su palabra no era un evangelio: fue un revolucionario que mostró un camino para construir un país mejor y dedicó su vida a recorrerlo con palabras, organización y un profundo amor por las artes y la cultura.
La senda de su vida no debe ser vista únicamente como una incansable lucha por dar voz a los parias de la sociedad, ni como un símbolo de esperanza, ni siquiera como la figura que impulsó sindicatos, grupos teatrales y partidos políticos. La senda de su vida es, en esencia, la senda del trabajador chileno, porque eso fue Recabarren: un trabajador. No representó a un grupo específico ni a una ideología en particular. Mucho menos fue el comandante de un proceso revolucionario ni el agitador social que la prensa burguesa de su tiempo intentó pintar. Recabarren fue un momento, un período; fue la manifestación de innumerables seres humanos explotados y humillados por su realidad material.
Recabarren no fue padre; fue hijo, no solo de su época, sino también de las condiciones materiales de ella. A cien años de su muerte, no debemos limitarnos a pensar en el Chile de Recabarren, sino en el Chile que lo forjó, esa patria que lo vio nacer y que ya no es igual, aunque para desgracia nuestra, se parece bastante a la nuestra. Tal vez ya no tenemos mancomunales obreras, grandes salitreras o la inquietante explotación asesina que no dejaba respirar si quiera a los obreros, pero aún tenemos miseria, aún tenemos desigualdad, aún tenemos a los grupos privilegiados succionando la vida al pueblo, aún hay injusticias y aún hay atropellos. Recabarren no lo escuchaba, él lo vivía, al igual que muchos otros revolucionarios y compañeros de nuestro tiempo, Recabarren también fue privado de su libertad, fue exiliado, no por ateo cómo decía la prensa burguesa, sino por revolucionario.
Luis Emilio Recabarren se definía a sí mismo como un revolucionario, un socialista revolucionario, como solía decir. Sin embargo, esto no significa que fuera el mayor experto en la teoría científica o crítica del socialismo, como algunos afirman. Tampoco implica que fuera un representante simbólico que acaparara cargos y buscara destacar en la imagen pública, como otros sugieren y peor aún, aspiran a ser. Mucho menos se trata de verlo únicamente como el más ferviente agitador social, el más apasionado predicador o el luchador reaccionario más incansable, aunque ciertamente Recabarren poseía algunas de estas cualidades. Era, sin embargo, mucho más que eso.
A menudo, las juventudes replican el canto: “Recabarren, tu palabra será, acuñada por el pueblo, se agiganta tu verdad”. Pero, a cien años de su partida, cabe preguntarse: ¿cuál es realmente la palabra de Recabarren? ¿Es acaso la que nos llama a la ley seca, a alejarnos de los vicios burgueses y a evitar el consumo de alcohol o sustancias ilícitas? Esto es relevante, sí, pero no es lo esencial. ¿O es, quizás, aquella que exige un compromiso social ferviente y una lucha incansable por alcanzar el socialismo en nuestra patria? Sin duda, esto es mucho más importante, pero tampoco define completamente su palabra.
La palabra de Recabarren fue, es y será la organización. Pero no solo la organización social, sindical, partidaria o la unión entre obreros y campesinos. Su mensaje trasciende las estructuras formales: es un llamado a organizar las esperanzas, las fuerzas y los sueños colectivos, a dar forma concreta a las aspiraciones de una clase trabajadora que lucha por transformar su realidad y alcanzar su liberación.
Probablemente, para los más expertos en teoría marxista, esto podría parecer un reflejo de sentimentalismo, romanticismo o incluso utopismo. Pero no lo es. De hecho, es una palabra profundamente leninista. Como decía Lenin en “¿Qué hacer?”, al hablar de nuestros sueños: un revolucionario debe soñar, pero no con sueños utópicos o inalcanzables, sino con sueños que conecten con la vida cotidiana, como el obrero que sueña con ganar un poco más y se arriesga a trabajar horas extras para dar un mejor sustento a su familia. La revolución no se hace, se organiza y ese es el sueño del que hablamos los revolucionarios.
Recabarren llevó este sueño al límite. No se limitó al ideal de un futuro socialista como panacea que resolvería los males de nuestra sociedad. Soñaba con algo aún más profundo: una sociedad mejor, más justa y más humana. Recabarren nos enseñó a creer que un mañana mejor es posible y, más importante aún, a no claudicar en ese empeño.
En sus escritos de prensa no encontrarán solo teoría política o económica; también descubrirán a un hombre que hablaba directamente a sus pares: “No gasten su poco dinero en alcohol o vicios. No sean violentos con sus semejantes. No golpeen a sus hijos ni a sus esposas. No se dejen pisotear, pero tampoco pisoteen a nadie”. Recabarren enseñó a los obreros analfabetos no solo el sueño comunista, sino el sueño humano: un sueño de transformación moral, de responsabilidad, de dignidad. Porque, si la burguesía carece de esa dignidad, es el proletariado quien debe construirla y hacerla suya.
Hoy, como jóvenes, no debemos ver a Recabarren como un mero símbolo de un tiempo muerto. Debemos entenderlo como un ejemplo de organización, trabajo y vida. Mañana, al igual que él, tendremos la responsabilidad de estudiar el marxismo, pero también de difundirlo, no solo como un conjunto de leyes o máximas, sino de manera pedagógica y accesible en todos los frentes: educativos, colectivos, populares, artísticos y culturales.
Sobre todo, debemos comprender que el socialismo no es solo un proyecto científico o teórico, sino también profundamente humano y sentimental, aunque no por eso utópico o simbólico. Es ver un socialismo que nos busca enseñar a ser buenas personas, buenos compañeros, buenos militantes; ser fieles y leales, a nuestros compañeros y a nuestra estructura.
Ahí la palabra que debe perdurar: la de construir un partido que no sucumba a los vicios del egoísmo, la usura y el personalismo propios de los partidos burgueses, sino que se transforme en un espacio de formación, fraternización y verdadera transformación humana y social.Recabarren soñaba con las estrellas, pero no se limitaba a contemplarlas en el cielo; buscaba alcanzarlas. Y para eso levantó un partido, un movimiento y una acción. Hoy, al igual que él, debemos seguir esa senda con trabajo, valentía y organización.